30 sept 2012

¿Quién pagará la factura?

Los de siempre.

La suma por socorrer a los bancos que será casi imposible de recuperar alcanza ya los 21.000 millones de euros.

 
Manifestantes en la plaza de Neptuno de Madrid / Juan Carlos Hidalgo (EFE)
 
 
El que paga tiene derecho a saber quien se lleva su dinero y por qué lo hace. Los ciudadanos ven cómo el Estado recorta en sanidad, educación y prestaciones públicas, mientras socorre a los bancos, lo que provoca una indignación difícil de contener. Y la confusión que existe todavía enerva más.
El viernes pasado, el Gobierno dijo que pedirá a Europa 40.000 millones para el último rescate. Pero ese no es el primer dinero que se destina a la banca. La prueba es que el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ha admitido que el Estado tiene un déficit de 16.660 millones por las facturas pagadas en el pasado a las entidades. No obstante, ha dicho que es un dinero “que se va a devolver”.

Los ciudadanos ven cómo el Estado recorta en sanidad, educación y prestaciones públicas, mientras socorre a los bancos
Aquí empiezan las dudas. A estas alturas de la crisis todavía es muy difícil saber cuánto va a perder el Estado (los ciudadanos) para evitar la quiebra de la banca. Pero será mucho dinero, muchísimo. Hasta ahora, el capital que se ha inyectado en Unnim y en Banca Cívica, unos 2.000 millones, se han perdido. Los 1.375 millones que tiene, como máximo, Caja España, se dan por perdidos si Unicaja cierra la compra de la entidad castellana. A la factura se suman los 1.000 millones que ya tiene el Banco de Valencia, quizá la primera entidad que se trocee y se venda, en parte para dar un escarmiento. Estos muertos suman 4.350 millones.
Otros dineros perdidos: los 400 millones por Cajasur (en manos de la BBK) y los 5.250 millones de la CAM, comprada por el Sabadell. Hasta ahora sumamos la redonda cifra de 10.000 millones.
Pero hay más: el propio Estado ha admitido que el FROB, el fondo de rescate, ha perdido 11.000 millones entre 2010 y 2011 por Bankia, Novagalicia Banco y CatalunyaCaxia, así que la suma alcanza los 21.000 millones de casi imposible recuperación. Por no decir, totalmente imposible. Del total, 5.000 millones pertenecían al Fondo de Garantía de Depósitos de la banca. Todas las comunidades autónomas han recortado 13.000 millones en Sanidad y Educación, por ejemplo. Y 21.000 millones es todo lo que se recauda por impuestos indirectos en España. Otra referencia.

¿Dónde está el límite?

¿Es esto todo? No se sabe, pero parece muy difícil que no haya más pérdidas. Bankia, CatalunyaCaixa, Novagalicia y Banco de Valencia necesitan 46.206 millones de capital, según las pruebas de Oliver Wyman, cerradas el viernes. Cuando se vendan ¿cuánto se cobrará por ellos? ¿El 50%? No se puede decir todavía. Esta es la función de los nuevos gestores, revalorizar las entidades. Como dice un experto, cuando se recapitaliza un banco, se cubren las pérdidas pasadas, pero no siempre significa que la entidad vale todo lo que se pone.
Y ahí llega la pregunta: ¿por qué no dejarlo quebrar, como se hizo con Lehman Brothers? La teoría dice que llega el pánico bancario, se colapsa el sistema de pagos y la gente acudiría a buscar su dinero en los bancos. Un dinero que no está porque se ha prestado, invertido, etc.
Hay una referencia cierta: en 1993 y 1994, en la crisis de Banesto, se perdió el 30% de lo que inyectó, unos 1.000 millones de euros. La diferencia es que ahora la economía no se recupera, como entonces, y la crisis bancaria es sistémica, no de una entidad.

Íñigo de Barrón. 30 SEP 2012 -

29 sept 2012

El eco de Manrique.

 

“¡No me puedo callar!”
En el documental de Miguel García Morales (Taro. El eco de Manrique) hay muchísimo material de entonces, de cuando César Manrique le declaró la guerra a la especulación. Recorrió pueblos, convenció a campesinos, se peleó con políticos y con especuladores, consiguió el apoyo de arquitectos, paisajistas y urbanistas, y convirtió su lucha, una verdadera guerra, en una batalla personal que de pronto alcanzó los niveles de una verdadera revuelta popular. No se paró ahí César; le dio carácter internacional a su lucha, y no perdió ni un segundo de su vida de artista mientras tanto. Creó una abstracción basada en el uso de materiales naturales, alcanzó una teoría intuitiva de la comunicación a través de la pintura, y fue además un amigo alegre, comunicativo, abierto; su casa (la que hizo bajo la lava, donde está desde hace veinte años, los años de su muerte, precisamente) es un homenaje a la isla de Lanzarote y es ahora el imán que atrae a numerosos visitantes que, atraídos por el eco de Manrique, se interrogan por la naturaleza del milagro de Manrique. Ahora, ante el documental de García Morales, muchos sabrán en qué residía el milagro: en el trabajo, en la lucha, en la guerra. Hay una imagen de la televisión, recogida aquí por el documentalista, en la que Manrique grita a la cámara: “¡No me puedo callar!” Su eco llega hasta ahora. La guerra continúa.

La actualidad.
Manrique advirtió del desastre, lo puso de manifiesto mientras a su alrededor, en las islas, parecía que la fiesta empezaba. Los especuladores construían un mundo ficticio con la aquiescencia de la política y de la banca; desde su casa, y luego, por unos meses, desde la fundación que había creado para prolongar su batalla, en la calle, en los barrios de pescadores, en los campos, en las otras islas, en Madrid, en Alemania, en cualquier parte, ante los poderosos y ante los humildes ciudadanos que le escuchaban como se escucha a un visionario, con temor o indiferencia, Manrique repitió una jaculatoria: vamos hacia el desastre, tanta construcción, tanta autopista hacia la nada, tanto desprecio a la naturaleza, tendrá una respuesta de la vida, ya lo verán. En la película de García Morales se ven los dos elementos de la realidad: mientras lo decía César, cuando lo adivinaba con los datos de lo que se estaba haciendo, y ahora que sus adivinanzas se concretan en el desastre del que son testigos (en todas las islas) las cunetas en las que se refugian los desperdicios de los edificios que se quedaron a medio hacer cuando la crisis hizo su aparición y mandó a parar.

El dedo en la luna.
La especulación ha tenido efectos catastróficos y ahora ya es solo detritus lo que deja detrás. El paro es la consecuencia del espejismo. Mientras lo decía César, eran “cosas de César”. La batalla del artista era de amor por su tierra; en primer lugar, el amor a Lanzarote, y después la preocupación por cada una de las islas. Mientras lo dijo hubo de todo: incredulidad, burla, rechazo. Ahora conviene que se vuelva (y esta película es un motivo, la realidad de lo que pasa es otro material imprescindible) a lo que advirtió César Manrique. Se suele creer que los visionarios cuentan sus pesadillas para que la gente se fije en su dedo acusando. César fue un visionario, pero su dedo no señalaba la luna ni su propio dedo. Su dedo apuntaba a lo que ahora nos pasa. Quien no vea como actualidad lo que él dijo entonces sí que estará tapando la vida con un dedo.

Haría.
Estuve esta semana en Lanzarote. Quise ir a la playa donde se hizo César, Famara, donde corría, de niño, como si no hubiera final para su horizonte. La arena fue su página en blanco. Y fui a Haría, donde él pasó los dos últimos años de su vida interrumpida. El accidente ocurrió por fuera de la fundación, cuando él volvía a Haría. Allí, en Haría, ahora hay silencio y palmeras, la paz que él buscaba para descansar de tanta guerra. Y aunque haya ahora ese silencio, el eco de Manrique sigue, su guerra no acaba, no acabará mientras sea cierto lo que entonces parecía la manifestación insistente de una locura. No era una locura, era el grito (“¡No me puedo callar!”) de un artista que no tenía otra manera de explicar su miedo por lo que él creía que ya estaba pasando.

| 29 de septiembre de 2012

27 sept 2012

Activismo pasivo.

 

Queridos ciudadanos:
Me llamo Carlos Rubio Recio, tengo 26 años, estoy en el paro, vivo con mis padres, y practico el activismo pasivo. Sé que esto último puede sonar un poco raro, lamentablemente, lo otro suena bastante normal, pero me parece la mejor manera de definir mi “estado actual”.

Llevo meses colgando videos, enlaces a noticias, montajes de fotos y viñetas gráficas, en mi muro de Facebook, criticando las últimas medidas que esta tomando el gobierno, y sobre todo, su enorme soberbia al hacerlo. Pero hace un mes que no voy a una manifestación. Esta semana no fui a recibir a los mineros, y ayer no fui a las distintas concentraciones que hubo en Madrid. Ahí esta el problema.

Es cierto que puedo, que debo compartir en mi muro la foto de los mineros manifestándose, pero si no voy a recibirles cuando llegan a Madrid, no sirve de nada. El día que los mineros llegaron al kilometro cero, después de haber recorrido cuatrocientos durante veinte días de marcha, yo no fui capaz de salir de mi casa, pagar el “módico” precio de un billete combinado, y plantarme en la Puerta del Sol para recibirlos. Me dio pereza. Así, con todas las letras.

Vivimos tiempos difíciles, no hay día que no haya, que no nos den, un motivo para quejarnos, y con razón. Esta semana, que ha sido especialmente intensa, he visto como mi muro de Facebook se saturaba de mensajes y videos de mis amigos, compartiendo su indignación por todo lo que está pasando. Sé que muchos de ellos, no solo cuelgan videos de las manifestaciones, sino que también asisten a ellas. Son gente coherente. Activistas activos. Pero también sé que muchos de mis contactos, pese a estar profundamente indignados, y hacérmelo saber a través de sus publicaciones, no salen a la calle a manifestarse. Son en definitiva, activistas pasivos. Como yo. Nosotros somos los indignados favoritos de los políticos. Nos quejamos, sí, pero no molestamos demasiado.

Porque la verdad es que a los políticos les da igual que hagamos ingeniosos montajes con sus fotos, que colguemos videos haciendo repaso de sus viejas promesas, o que comentemos en foros todo lo que creemos que están haciendo mal. Sí, esta claro que les incomoda que la información circule más libremente de lo que a ellos les gustaría, pero en realidad lo que más les molesta son las manifestaciones, las grandes concentraciones, que los ciudadanos llenen “sus” calles. Y me temo que yo, en este sentido, soy un ciudadano muy poco molesto. Me he acomodado, me he conformado con “compartir” mi descontento, sin hacer nada más. Y eso es algo que los que gobiernan este país no se merecen. Creo que se merecen mucho más por mi parte. Ellos se están esforzando al máximo para sacarme de casa, para que me de un poco el aire, y yo sigo sin corresponderles adecuadamente. Y creo que se han ganado a pulso mi metro noventa haciendo sombra en la calle, y que mi voz, unida a muchas otras, les taladre los oídos a base de bien. No se merecen menos. Y en este punto, reconozco que tengo que hacer un esfuerzo por no perder las formas, porque sé que si las pierdo, el mensaje se desvirtúa, o al menos, eso es lo que me enseñaron en el instituto público donde estudié. También, algo que he aprendido a lo largo de los años, y que la historia se ha obstinado en demostrar una y otra vez, es que los políticos, los que gobiernan, la inmensa mayoría, siempre han sido muy duros de oído, y muy ciegos. Hay que decirles las cosas muchas veces y muy alto, para que te oigan. Hay que llenar mucho las calles, para que reconozcan que están llenas.

Y como ya os digo, si, puedo twittear, o compartir un bonito eslogan, una frase que en pocas palabras exprese lo que siento, pero si luego no lo escribo en una pancarta y salgo a la plaza, no sirve de nada. O bueno, tal vez sí, tal vez sirva para que otra persona lo lea por internet, y decida ponerlo en su pancarta, o en su camiseta, o corearlo en la manifestación, y que esa persona, que no soy yo, pero que se manifiesta por mí, le saque partido mientras yo me quedo en casa, tal vez compartiendo más tarde en mi muro la foto de ése manifestante, con ésa pancarta, con ésa cara que no es la mía.
Así pues, he decidido que si bien es importante compartir, comentar, difundir por internet mis preocupaciones, y los motivos de mi indignación, esto solo puede ser concebido como una actividad completaría, pero en ningún caso sustitutiva de nada.

Esto es, debo salir a la calle a manifestarme. No me gustan las aglomeraciones, me intimida sobremanera la policía, más si va a caballo, y todavía más si dispara pelotas de goma, pero debo hacerlo. Aunque solo sea para tener el derecho de quejarme, y que el pataleo que me cojo a diario no se quede en casa.
Soy un activista pasivo, y quiero dejar de serlo. Quizá tú, que ahora me estás leyendo, también lo seas, así que piénsatelo, porque quizá tú también quieras dejar de serlo.

Por último, queridos ciudadanos, solo me queda agradecer vuestra atención y, por favor, disculpadme si esta carta se os ha hecho demasiado aburrida, demasiado larga, o demasiado intranscendente, pero es que a veces, la mejor manera de hablar con uno mismo, es escribir para otros.
Un cordial saludo:
Carlos Rubio Recio.
P.D. Si os ha gustado esta carta, podéis compartirla en vuestro muro, o no.

19 sept 2012

La gran confusión.

Es hipocresía pensar que los políticos son muy distintos de la sociedad de la que proceden.

Resulta lógico que amplias capas de la ciudadanía pierdan la paciencia y la esperanza: llevamos cuatro años largos de crisis, el país está otra vez en recesión, el paro sigue aumentando y nadie es capaz de explicar convincentemente cómo vamos a salir de esta situación con las políticas de recortes y ajustes que se están llevando a cabo.

Una vez desvanecido el espejismo de que el PP tenía mejores gestores que el PSOE, cuando ya es claro que la situación ha empeorado notablemente desde que los populares llegaron al poder y que no han generado la famosa “confianza” de la que hablaban con tanta arrogancia, la gente se desengaña y acaba concluyendo que el problema está en nuestra clase política: ni unos ni otros, ni los del PSOE ni los del PP, están preparados para sacarnos del hoyo. Se va extendiendo de este modo un clima de rechazo a los partidos tradicionales en el que puede surgir con relativa facilidad un líder populista que haga creer a los ciudadanos que los problemas se deben a los intereses mezquinos de una élite política que no hace “lo que hay que hacer”. Basta leer los mensajes que circulan en la red sobre el número de políticos que hay en España y sobre sus privilegios (la mayoría son burdas manipulaciones) para darse cuenta de que la gente está canalizando su frustración y su ira hacia los partidos tradicionales.

En este sentido, no es mi propósito defender a los políticos españoles. Sabemos, desde mucho antes de la crisis, que en la política hay graves problemas de clientelismo, que hay corrupción en las formas en que se financian los partidos, que muchos dirigentes son de una mediocridad pasmosa y que los vasos comunicantes entre la política, el mundo financiero y los consejos de administración de las grandes empresas son demasiado fluidos, por decirlo suavemente.

Ahora bien, debe recordarse que la crisis no afecta sólo a España, que también la sufren otros países, con sistemas institucionales, partidos y reglas electorales muy distintos; que ha habido burbujas inmobiliarias en Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda y España; que la causa principal de la crisis actual en el mundo desarrollado ha sido la desregulación financiera y las teorías económicas que la justificaron; y que sin los defectos graves de diseño institucional del euro y los desequilibrios que ha creado entre países acreedores y deudores, la situación de España sería muy diferente.

Entiendo que mucha gente que ha perdido su empleo, que padece el deterioro de los servicios públicos y el recorte de derechos sociales, o que simplemente ve disminuir su renta familiar, busque una salida culpando a los políticos por su incapacidad. Al fin y al cabo, muchos políticos se lo han buscado prometiendo soluciones que no estaban al alcance de su mano. Lo que ya resulta más inquietante es que haya tantos intelectuales y analistas dispuestos a agitar el espantajo de la “clase política”. Cualquier tribuna de opinión o entrada de blog que arremeta contra los políticos tiene, en estos momentos, garantizado el éxito de público.

En su versión más grosera, la denuncia sin matices de la clase política lleva al populismo
La desautorización de la clase política suele seguir un esquema argumentativo muy simple, cuya base consiste en mostrar que la causa de nuestros problemas económicos está en que los políticos no toman ciertas decisiones (por miopía, o porque están sometidos a intereses creados) que nos sacarían de la crisis. En su versión más grosera, la denuncia sin matices de los políticos lleva al populismo, con todas sus variantes y peligros. En la versión más ilustrada, a la tecnocracia: si los políticos no hacen lo que les corresponde, tendrán que hacerlo los expertos, los técnicos, quienes tienen las recetas adecuadas pero no les dejan ponerlas en práctica.

Para despejar el camino a quienes tienen la solución pero no se les escucha, se apela a una catarsis, incluso a una situación constituyente desde la cual se pueda acabar con nuestros políticos, refundar el país y llevar a término las verdaderas “reformas estructurales” que necesita España para volver a crecer. El término mágico es este de las “reformas estructurales”. Las “reformas estructurales” de las que hablan nuestros expertos siempre están pendientes y siempre son muchas. Van más allá de la reforma laboral y de la reforma financiera. Afectan a la administración pública en general, a la justicia, al sistema educativo, a la fiscalidad, a la estructura territorial del Estado y al sistema productivo. En todos los casos, según el argumento, es imprescindible, si queremos ganar competitividad, liberalizar y flexibilizar, así como renunciar a ciertas aspiraciones en igualdad y protección social que no resultan sostenibles.

Oyendo sus diagnósticos y los remedios que ofrecen, parece como si por decreto se pudiera establecer que el clima empresarial de España fuese el de Silicon Valley, que nuestra administración funcionara como en Suecia, que nuestro sistema de educación superior se pareciese al de las mejores universidades estadounidenses y que nuestro sistema político fuera tan transparente y eficaz como el de Reino Unido. Es una simpleza, sin embargo, concluir que si no tenemos todo eso es porque una caterva de políticos lo impide. No niego que los políticos no tengan una responsabilidad importante, pero desde luego no está en su mano darle la vuelta al país como un calcetín, al menos mientras se respeten unos mínimos procedimientos democráticos.

Es bien sabido que los países tienen inercias extraordinariamente fuertes. Sus modelos productivos y de bienestar, configurados en ciertos momentos cruciales del pasado, tienden a persistir con independencia del color de los gobiernos, cuyo margen de acción suele ser limitado. Las circunstancias históricas han determinado que España se encuentre en una posición retrasada dentro del grupo de países desarrollados. No podemos olvidar las carencias de España en múltiples ámbitos, que van de la formación de los trabajadores al tipo de tejido empresarial pasando por el fraude fiscal y el insuficiente desarrollo de los servicios sociales.

En un país como el que acabo de describir, no debería sorprender tanto la naturaleza de nuestros políticos. No son muy distintos de la sociedad de la que proceden. Se puede encontrar una inmensa variedad de tipos: desde políticos inteligentes, íntegros y dedicados hasta otros que son oportunistas, caraduras y zafios. Lo mismo cabría decir de los periodistas, los profesores de universidad, los fontaneros o el colectivo social que el lector quiera imaginar. Hay cierta hipocresía cuando la gente se escandaliza tanto por la corrupción de los servidores públicos y hace en cambio la vista gorda ante los abusos, trampas y fraudes que se cometen en empresas, entre profesionales y en muchos otros ámbitos de vida social.

En las condiciones que estamos viviendo, la tentación de pensar que desembarazándonos de la “casta política” vamos a resolver nuestros problemas económicos es muy grande. Por desgracia, las cosas no funcionan así. Es verdad que el sistema político español es muy mejorable; se requiere que entre aire fresco en los partidos, que se limite su ámbito de influencia en la administración, que rompan su dependencia de la banca y que se ponga límites a las “puertas giratorias” que conducen de la política a los consejos de administración y de estos a la política. Pero que nadie se crea, por favor, que arreglando esos problemas saldremos de la crisis económica. Sobre todo, si la propuesta consiste en cambiar el sistema electoral, como viene oyéndose desde que surgió el movimiento 15-M. Ahí no está la solución.

Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Sociología.

12 sept 2012

En las garras de la economía.

 

Estamos en manos de los inversores, que no prestan si no ven rentabilidad asegurada



A la luz de los últimos acontecimientos, Marx sigue teniendo razón: la economía tiene una repercusión tremenda en todas las actividades sociales, e incluso las determina. Todo es economía, al menos desde que empezó la crisis, y todos nos empeñamos en entender algo de sus arcanos, para intentar comprender lo que nos pasa. Leemos a los economistas de guardia que aparecen en los periódicos, oímos sus opiniones en los medios audiovisuales, esperamos de ellos la luz que nos falta. Paul Krugman se convierte en un oráculo, cuando no en un gurú, y nos echamos a temblar cuando hace sus pronósticos, que tan directamente nos afectan. Los economistas incluso aparecen en los programas televisivos de máxima audiencia y allí vierten sus opiniones sobre nuestra particular zozobra española, unas veces con sombrío pesimismo y otras con más esperanzador horizonte. Por tanto, como sugería Marx, todo es economía y según como vaya la economía así irán otras actividades de la vida social, puesto que, en último término, dependen de ella.
Semejante dependencia siempre nos ha parecido a muchos una exagerada determinación y siempre nos hemos afiliado al pensamiento de los que, sin dejar de tener un profundo respeto por el pensamiento de Marx, han buscado zonas de relativa autonomía de esas otras actividades humanas (que él llamaba superestructurales). Cuando un escritor escribe o un pintor pinta, ¿acaso sus actividades tienen algo que ver con la economía que define a las sociedades en las que despliegan su actividad esos creadores? En algún sentido, seguro que sí, pero en todos los sentidos. Walter Benjamin, por ejemplo, creía a fondo en esas interconexiones. Cuando estudió la poesía de Baudelaire señaló que su imaginación absorbía en parte un mundo legado por las escorias del capitalismo aunque consiguiera imprimir en él los vuelos de sus ilimitadas sensaciones, completamente idiosincrásicas, sugiero que más relacionadas probablemente con su historia personal y familiar que con su historia social.
Por tanto, la imaginación poética no es del todo independiente de la infraestructura económica, puesto que hace frente a las consecuencias de aquella; pero, a la vez, es independiente de ella, puesto que transforma todo ese material objetivo en una nueva realidad que es como una recreación que recrea a la causa misma, haciéndola desaparecer del mapa, obligándola casi a agachar la cabeza (el espíritu triunfa, la materia – la sucia economía - sucumbe).
Nos agarramos a este o a otros ejemplos para imaginar una vida humana libre de ese submundo en donde se juega lo que parece más lejano al espíritu: la verdad del tejido económico que hace posible el resto de las actividades, incluidas las artísticas. De acuerdo pero, si no se vendieran los libros, ¿existiría literatura? O, si no se vendieran los cuadros, ¿existiría la pintura? O, si no se proyectaran las películas en espacios públicos, ¿existiría el cine? Irrefutable encrucijada, desde luego, pero, a pesar de ella y de lo pegajosa que es, necesitamos escaparnos de esa ley económica que dice que todo es economía, incluso cuando parece que no lo es.

Ni los artistas, los más espirituales de los seres humanos, se escapan de la economía
Sí, sí, de acuerdo, pero …los artistas también buscan rendimiento a sus creaciones como cualquier empresario busca el máximo rendimiento a su inversión. Sí, los artistas también buscan el máximo rendimiento a sus productos y, si no dinero directamente – que también -, buscan ser reconocidos, tener un lugar destacado en la sociedad, ser invitados a fiestas, aparecer muchísimas veces en Google, tener multitud de presencias fotográficas en el ciberespacio, viajar muchas veces para pasear por el mundo su respetabilidad conseguida con sus esfuerzos creativos…¿Es eso dinero? Bueno, no es exactamente dinero, pero es como si lo fuera: es lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llama beneficios simbólicos, tan importantes o más que los estrictamente económicos.
Por tanto, parece imposible escaparse de las garras de la economía. Ni los artistas, los más espirituales de los seres humanos, parecen conseguirlo, como se ve. Ni, por supuesto, sus mediadores, los que dan valor a sus productos y los esgrimen como pura mercancía en el universo de las mercancías. Estamos en las manos de los inversores multinacionales, que no prestan si no ven rentabilidad asegurada a sus préstamos. Padecemos los terroríficos recortes en ámbitos como la educación y la sanidad porque, si no, los inversores no nos prestan (¡y qué contentos se ponen algunos para, con esa excusa, hacer valer su eterno odio a lo público y socavarlo, si pueden!). Somos rehenes absolutos de la economía y sus garras, y es casi imposible que el estado de ánimo se pueda escapar de ellas. ¡El estado de ánimo! Estamos tristes, apesadumbrados, incluso angustiados, tanto o más que los personajes atrapados en la inmensa totalidad – Rothko dixit - de la Melancolía de los cuadros de Hopper. Nuestra tristeza es la de sabernos presos en las garras de esa Siniestra, causante de tantos desastres y dolores, y no vemos cómo quitárnosla de encima. ¿Tenía o no tenía razón Marx?.

Ángel Rupérez es escritor.

Otoño caliente.


Como si las vacaciones de verano fuesen un manto de olvido que disipase la brutalidad de la crisis, los medios de comunicación han tratado de distraernos con dosis masivas de embrutecimiento colectivo: Eurocopa de fútbol, Juegos Olímpicos, aventuras estivales de ‘famosos’, etc. Desean hacernos olvidar que una nueva andanada de recortes se avecina y que el segundo rescate de España será socialmente más lastimoso… Pero no lo han conseguido. Entre otras razones, porque los audaces aldabonazos de Juan Manuel Sánchez Gordillo y el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) han roto el conjuro y mantenido la alerta social. El otoño será caliente.

En una conversación pública mantenida en agosto pasado (1) con el filósofo Zygmunt Bauman coincidíamos en la necesidad de romper con el pesimismo imperante en nuestra sociedad desengañada del modo tradicional de hacer política. Debemos dejar de ser sujetos individuales y aislados, y convertirnos en agentes del cambio, en activistas sociales interconectados. “Tenemos el deber de tomar el control de nuestras propias vidas –afirmó Bauman–. Vivimos un momento de grave incertidumbre donde el ciudadano no sabe realmente quién está al mando, y esto hace que perdamos la confianza en los políticos y en las instituciones tradicionales. El efecto en la población es una situación constante de miedo, de inseguridad… Los políticos sugestionan a los ciudadanos para que siempre tengan miedo, y así poder controlarlos, constreñir sus derechos y limitar las libertades individuales. Estamos en un momento muy peligroso, porque las consecuencias de todo esto afectan nuestra vida diaria: nos repiten que debemos tener seguridad en el trabajo, mantenerlo a pesar de las duras condiciones de empleo y de precariedad, porque así obtendremos dinero para poder gastar... El miedo es una forma de control social muy poderosa”.

Si el ciudadano ya no sabe quién está al mando es porque se ha producido una bifurcación entre poder y política. Hasta hace poco, política y poder se confundían. En una democracia, el candidato (o la candidata) que, por la vía política, conquistaba electoralmente el poder Ejecutivo, era el único que podía ejercerlo (o delegarlo) con toda legitimidad. Hoy, en la Europa neoliberal, ya no es así. El éxito electoral de un Presidente no le garantiza el ejercicio del poder real. Porque, por encima del mandatario político, se hallan (además de Berlín y Angela Merkel) dos supremos poderes no electos que aquél no controla y que le dictan su conducta: la tecnocracia europea y los mercados financieros.

Estas dos instancias imponen su agenda. Los eurócratas exigen obediencia ciega a los tratados y mecanismos europeos que son, genéticamente, neoliberales. Por su parte, los mercados sancionan cualquier indisciplina que se desvíe de la ortodoxia ultraliberal. De tal modo que, prisionero del cauce de esas dos rígidas riberas, el río de la política avanza obligatoriamente en dirección única sin apenas margen de maniobra. O sea: sin poder.
“Las instituciones políticas tradicionales son cada vez menos creíbles –dijo Zygmunt Bauman– porque no ayudan a solucionar los problemas en los que los ciudadanos se han visto envueltos de repente. Se ha producido un colapso entre las democracias (lo que la gente ha votado), y los dictados impuestos por los mercados, que engullen los derechos sociales de las personas, sus derechos fundamentales”.

Estamos asistiendo a la gran batalla del Mercado contra el Estado. Hemos llegado a un punto en que el Mercado, en su ambición totalitaria, quiere controlarlo todo: la economía, la política, la cultura, la sociedad, los individuos… Y ahora, asociado a los medios de comunicación de masas que funcionan como su aparato ideológico, el Mercado desea también desmantelar el edificio de los avances sociales, eso que llamamos: “Estado de bienestar”.
Está en juego algo fundamental: la igualdad de oportunidades. Por ejemplo, se está privatizando (o sea: transfiriendo al mercado) de forma silenciosa la educación. Con los recortes, se va a crear una educación pública de bajo nivel en el que las condiciones de trabajo estructuralmente van a ser difíciles, tanto para los profesores como para los alumnos. La enseñanza pública va a ­tener cada vez más dificultades para favorecer la emegencia de jóvenes de origen humilde. En cambio, para las familias acomodadas, la enseñanza privada va a conocer seguramente un auge mayor. Se van a crear de nuevo unas categorías sociales privilegiadas que accederán a los puestos de mando del país. Y otras, de segunda categoría, que sólo tendrán acceso a los puestos de obediencia. Es intolerable.

En ese sentido, la crisis probablemente actúa como el shock, del que habla la socióloga Naomi Klein en su libro La Doctrina del shock (2): se utiliza el desastre económico para permitir que la agenda del neoliberalismo se realice. Se han creado mecanismos para tener vigiladas y bajo control a las democracias nacionales, para poder aplicar (como está pasando en España y pasó antes en Irlanda, Portugal o Grecia) feroces programas de ajuste vigilados por una ­nueva autoridad: la troika que ­forman el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo; unas instituciones no democráticas cuyos miembros no son elegidos por el pueblo. Instituciones que no representan a los ciudadanos.

Y sin embargo, esas instituciones –con el apoyo de unos medios de comunicación de masas que obedecen a los intereses de grupos de presión económicos, financieros e industriales– son las encargadas de crear las herramientas de control que reducen la democracia a un teatro de sombras y de apariencias. Con la complicidad complaciente de los grandes partidos de gobierno. ¿Qué diferencia hay entre la ­política de recortes de Rodríguez Zapatero y la de Mariano Rajoy? Muy poca. Ambos se han ­inclinado servilmente ante los especuladores financieros y han obedecido ciegamente a las consignas eurocráticas. Ambos han liquidado la soberanía nacional. Ninguno de los dos tomó decisión política alguna para ponerle freno a la irracionalidad de los mercados. Ambos consideraron que, ante los dictados de Berlín y el ataque de los especuladores, la única solución consiste –a semblanza de un rito antiguo y cruel– en sacrificar a la población como si el tormento inflingido a las sociedades pudiera calmar la codicia de los mercados.

En semejante contexto, ¿tienen los ciudadanos la posibilidad de reconstruir la política y de regenerar la democracia? Sin duda. La protesta social no cesa de amplificarse. Y los movimientos sociales reivindicativos se van a multiplicar. Por ahora, la sociedad española aún cree que esta crisis es un accidente y que las cosas volverán pronto a ser como eran. Es un espejismo. Cuando tome conciencia de que eso no ocurrirá y de que estos ajustes no son “de crisis” sino que son estructurales, que ­vienen para quedarse definitivamente, entonces la protesta social alcanzará probablemente un nivel importante.
¿Qué exigirán los protestatarios? Nuestro amigo Zygmunt Bauman lo tiene claro: “Debemos construir un nuevo sistema político que permita un nuevo modelo de vida y una nueva y verdadera democracia del pueblo”. ¿A qué esperamos?


(1) En el marco del Foro Social organizado en el seno del Festival Rototom Sunsplash en Benicàssim (Castellón) del 16 al 23 de agosto de 2012. www.rototomsunsplash.com/es
(2) Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007.

Ignacio Ramonet

Septiembre 2012