«Esto no es crisis, se llama capitalismo», sobre la fachada de la antigua sede del banco Banesto, en Plaça Catalunya, ocupada en septiembre de 2010. Fotografía: Ona Bros
Era difícil confiar en que todo iba a salir bien cuando había que limpiar a fondo el horno. Nos poníamos guantes y mascarilla para no respirar el olor tóxico del producto desengrasante y viscoso azul. Así empezábamos el día, limpiando una mezcla de grasa, fragmentos de mozzarela y gruyère carbonizados, junto a algún que otro trozo apenas identificable. Poníamos un cd sobre el que habíamos escrito canciones ñoñas con rotulador permanente rojo, estribillos que nos hacían conjurar los fantasmas de la tristeza que en cualquier momento podían aparecer allí, entre productos de limpieza, estropajos y agua sucia. Había que esforzarse por mantener a distancia los fantasmas. No sé cómo lo conseguíamos. Mientras raspábamos restos de queso carbonizado, sonaba un animado “It's got to be perfect”. No era fácil convencerse de que algo iba a salir bien --menos aún que iba a ser perfecto-- limpiando el horno, pero el ritmo alegre nos hacía canturrear que sí, que todo iba a ir bien, y pensábamos en la vida que no teníamos y en la que teníamos: la preocupación constante de no llegar a fin de mes. La primera frase de la canción siguiente repetía en inglés en mi lugar, en mi lugar... y la cantábamos también, inventándonos el significado que queríamos, porque aquel horno se parecía bien poco a un lugar, era, si acaso, un saliente rocoso cualquiera al que agarrarse en plena caída libre. Cada día estábamos más convencidas de que debíamos soltarnos. Todas acabamos haciéndolo.
Según el relato oficial, la crisis comenzó con la caída de Lehmann Brothers, en 2008. No sé cuál es el nombre oficial de lo que sucedía antes de la crisis. Años antes, me refiero. Si era diversión, bienestar, normalidad o qué exactamente. Los empleos precarios a los que teníamos acceso no son mencionados en la narración oficial, ni los sueldos escasos, ni lo caro que era vivir, ir al cine, comer variado. Que todo vuelva a ser como antes, nos hacen desear ahora, mientras escriben el cuento del antes y el después, siempre traicionando el tiempo.
La narrativa oficial sólo trata de encajar sus piezas, esas piezas que son nuestras vidas. Su funcionamiento me recuerda a aquellas canciones que utilizábamos para conjurar la amenaza de nuestros fantasmas en la cocina. Los estribillos repiten hoy paciencia, sacrificio, espera, fe. Todo pasará, la tristeza, la crisis, todo se va a solucionar. Nuestra amenaza en la cocina era empezar a llorar o gritar, porque allí los vasos eran de plástico, las bandejas metálicas. No había nada de cristal. Sin nada que romper, sólo podíamos hacer ruido, sencillamente sollozar. El relato político de la crisis nos ancla ahora en la estructura de la espera, nos hace confundir las isobaras del parte meteorológico con los pronósticos de alza o descenso del IPC. Acabamos canturreando que todo cambie, en lugar de cambiémoslo todo. ¿Hasta cuándo seguir esperando? ¿Cuáles son los fantasmas que conjuramos ahora?¿Nos decidiremos definitivamente a romper el poder hipnótico de las narraciones oficiales?
Cuando acabábamos de limpiar el horno, aún quedaba el suelo. Había que tener cuidado de no resbalar. Nos sacábamos los guantes, la mascarilla y aún después había que cambiar el calzado, limpiar bien las suelas de los zapatos. El horno quedaba así listo para volver a ponerse en marcha.
Hoy no es el horno, es este cuerpo el que se pone en marcha y se quema, va quemándose lentamente. Este tiempo es mío, me digo arrancando unas pocas horas al día, raspando los restos, agarrando estas palabras. Ésta es mi narración.
Por Anfigorey
13/Mayo/2013
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