28 abr 2013

La solución del 1%

Manifestantes del movimiento Ocupa Wall Street en mayo de 2012 en Santa Mónica. / LUCY NICHOLSON (REUTERS)


Los debates económicos rara vez terminan con un KO técnico. Pero el gran debate político de los últimos años entre los keynesianos, que abogan por mantener y, de hecho, aumentar el gasto público durante una depresión, y los austerianos, que exigen recortes inmediatos del gasto, se acerca a ello, al menos en el mundo de las ideas. En estos momentos, la postura austeriana ha caído por su propio peso; no solo es que sus predicciones sobre el mundo real fuesen completamente erróneas, sino que la investigación académica que se invocaba para respaldar esa postura ha resultado estar plagada de equivocaciones, omisiones y estadísticas dudosas.
Aun así, sigue habiendo dos grandes preguntas. La primera: ¿cómo llegó la doctrina de la austeridad a ser tan influyente en un primer momento? Y la segunda: ¿cambiarán en algo las políticas ahora que las principales afirmaciones austerianas se han convertido en carnaza para los programas de humor de madrugada?
Sobre la primera pregunta: la preponderancia de los austerianos en los círculos influyentes debería inquietar a cualquiera a quien le guste creer que la política se basa en hechos reales o, incluso, que está muy influida por ellos. Después de todo, los dos principales estudios que ofrecen la supuesta justificación intelectual de la austeridad —el de Alberto Alesina y Silvia Ardagna sobre la “austeridad expansiva” y el de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff sobre el peligroso “umbral” de la deuda, situado en el 90% del PIB— tuvieron que enfrentarse a críticas devastadoras nada más publicarse.
Y los estudios no resistieron un análisis pormenorizado. Hacia finales de 2010, el Fondo Monetario Internacional (FMI) refundió el estudio de Alesina y Ardagna con datos mejores e invalidó sus hallazgos, mientras que muchos economistas plantearon dudas fundamentales sobre el de Reinhart y Rogoff mucho antes de que conociésemos el famoso error de Excel. Por otra parte, los acontecimientos del mundo real —el estancamiento en Irlanda, que fue el primer modelo de austeridad, la caída de los tipos de interés en Estados Unidos, que se suponía que iba a enfrentarse a una crisis fiscal inminente— rápidamente convirtieron las predicciones austerianas en sandeces.
Sin embargo, la austeridad mantuvo e incluso reforzó su dominio sobre la opinión de la élite. ¿Por qué?
Parte de la respuesta seguramente resida en el deseo generalizado de ver la economía como una obra que ensalza la moral y las virtudes, de convertirla en un cuento sobre el exceso y sus consecuencias. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, cuenta la historia, y ahora estamos pagando el precio inevitable. Los economistas pueden explicar hasta la saciedad que esto es un error, que la razón por la que tenemos un paro tan elevado no es que gastásemos demasiado en el pasado, sino que estamos gastando demasiado poco ahora y que este problema puede y debería resolverse. Da igual; muchas personas tienen el sentimiento visceral de que hemos pecado y debemos buscar la redención mediante el sufrimiento (y ni los argumentos económicos ni la observación de que la gente que ahora sufre no es en absoluto la misma que pecó durante los años de la burbuja sirven de mucho).
Pero no se trata solo del enfrentamiento entre la emoción y la lógica. No es posible entender la influencia de la doctrina de la austeridad sin hablar sobre las clases y la desigualdad.
A fin de cuentas, ¿qué es lo que quiere la gente de la política económica? Resulta que la respuesta depende de a quién preguntemos, una cuestión documentada en un reciente artículo de investigación de los politólogos Benjamin Page, Larry Bartels y Jason Seawright. El artículo compara las preferencias políticas de los estadounidenses corrientes con las de los muy ricos y los resultados son reveladores.
Así, al estadounidense medio le preocupan un poco los déficits presupuestarios, lo cual no es ninguna sorpresa dado el constante aluvión de historias de miedo sobre el déficit en los medios de comunicación, pero los ricos, en su inmensa mayoría, consideran que el déficit es el problema más importante al que nos enfrentamos. ¿Y cómo debería reducirse el déficit presupuestario? Los ricos están a favor de recortar el gasto federal en asistencia sanitaria y la Seguridad Social —es decir, en “derechos a prestaciones”—, mientras que los ciudadanos en general quieren realmente que aumente el gasto en esos programas.
Han captado la idea: el plan de austeridad se parece mucho a la simple expresión de las preferencias de la clase superior, oculta tras una fachada de rigor académico. Lo que quiere el 1% con los ingresos más altos se convierte en lo que las ciencias económicas dicen que debemos hacer.
¿Realmente redunda en interés de los ricos una depresión prolongada? Es dudoso, dado que una economía próspera suele ser buena para casi todo el mundo. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que los años transcurridos desde que tomamos el camino de la austeridad han sido pésimos para los trabajadores, pero nada malos para los ricos, que se han beneficiado del aumento de los rentdimientos y de los precios de las acciones aun cuando el paro a largo plazo empeora. Puede que el 1% no desee realmente una economía débil, pero les está yendo lo bastante bien como para dejarse llevar por sus perjuicios.
Y esto hace que uno se pregunte hasta qué punto cambiará las cosas el hundimiento intelectual de la postura austeriana. En la medida en que tengamos una política del 1%, por el 1 % y para el 1 %, ¿no seguiremos viendo únicamente nuevas justificaciones para las viejas políticas de siempre?
Espero que no; me gustaría creer que las ideas y los hechos importan, al menos un poco. De lo contrario, ¿qué estoy haciendo con mi vida? Pero supongo que veremos qué grado de cinismo está justificado.



28 ABR 2013
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© New York Times Service 2013
Traducción de News Clips.

26 abr 2013

Hoy, manifestación

Esta tarde se manifiestan l*s universitari*s en el centro de Madrid en defensa de la Enseñanza Pública. Y de nuevo será un éxito.
John Berger escribe que, a diferencia de los levantamientos revolucionarios, las manifestaciones masivas tienen objetivos simbólicos y que sirven para demostrar una fuerza que apenas se utiliza. O, en otros términos, la manifestación es una metáfora de la fuerza colectiva.
Escribe también que aunque las manifestaciones parezcan apelar a una “conciencia democrática del estado”, su verdadera función no es convencer a la autoridad estatal. Aquí preguntaríamos: ¿convencer a Cifuentes, a Fernández Díaz, al PPSOE, a Mariano Bárcenas? Por eso es tan crítica y a la vez tan irrelevante la habitual guerra de cifras sobre el número de asistentes. Ya sabemos que las autoridades estatales mienten sistemáticamente al respecto. No digamos sus acólitos de la caverna mediática. En verdad, como las manifestaciones cada vez apelan menos a la conciencia democrática del estado, que la mayoría de l*s manifestantes da por inexistente, “la importancia del número ha de buscarse en la experiencia directa de quienes han participado en la manifestación o se han solidarizado con ella”, porque –continúa Berger- “los números dejan de ser números y se transforman en la evidencia de sus sentidos, en las conclusiones de su imaginación”. Cuanto más potente y sensible sea la manifestación, más vigorosa será su capacidad metafórica.
Las manifestaciones masivas son ensayos de la revolución; no ensayos estratégicos ni tácticos, “sino ensayos de la conciencia revolucionaria”. Y aun más, tienen carácter performativo, o, en palabras del escritor inglés, se distinguen de otras grandes multitudes porque, en lugar de responder a una función determinada (como, por ejemplo, las asambleas de trabajadores en su centro de trabajo), crean su propia función.
Casi invariablemente la autoridad estatal, que como hemos reiterado carece de conciencia democrática, elige el uso de la fuerza. Pero “está en la naturaleza misma de las manifestaciones el provocar la violencia hacia ellas”. No en un sentido victimista, sino porque “las manifestaciones son declaraciones de inocencia”. El cariñoso lector/a recordará a este respecto nuestros eslóganes más comunes: “vosotros, fascistas, sois los terroristas”, “no debemos, no pagamos”, “estas (manos, libros, cuerpos) son nuestras armas”, y así sucesivamente.
Berger califica de “proféticas” las posibilidades de ensayo revolucionario de las manifestaciones. No sé si Giorgio Agamben, conforme a los términos de su deslumbrante ensayo El tiempo que resta, sobre el mesianismo de San Pablo y el mesianismo en general, daría su asentimiento a esa calificación. La afirmación “la fuerza se cumple en la flaqueza” de la 2ª carta a los Corintios, podría corroborar el sentido mesiánico de las manifestaciones tal como las analiza Berger. Por ejemplo, cuando se refiere al modo en que invaden los centros urbanos (sus centros simbólicos) cuando todavía carecen del poder para ocuparlos de forma permanente y así “representan el poder del que todavía carecen”. Quizá el tempo propio de las manis, se asemeja también al tiempo mesiánico de Agamben: un tiempo operativo, en el presente, el que tenemos, el que resta...
En el número 43 de El Cuaderno se publica el breve y hermoso texto de John Berger, que formará parte del volumen La apariencia de las cosas, traducido por Pilar Vázquez y cuya publicación en castellano está prevista para 2014.
La manifestación de hoy creará su propia función.
Por Gonzalo Abril
13-03-2013

19 abr 2013

LAS CLASES SOCIALES Y LA IZQUIERDA




Las clases sociales existen, efectivamente, pero no como entidades reales. La afirmación puede parecer paradójica, por lo que intentaré explicarme. El gran teórico de las clases sociales como entidades reales es Louis Althusser. Es más, para él no sólo son reales las clases sociales, sino que esta realidad es tan potente que implica la existencia de la lucha de clases. Es decir, que como existen las clases sociales y estas clases tienen intereses contradictorios la lucha entre ellas es objetiva, por lo cual es necesariamente real, aunque ni ellos mismos sean conscientes de ello, ni tan solo hagan nada en contra de la clase contrapuesta. Althusser se basa en una lectura dogmática de Marx, que da un criterio objetivo para diferenciarlas: la propiedad o no propiedad de los medios de producción.
Los propietarios de los medios de producción son los burgueses o capitalistas y los que tienen que vender su fuerza de trabajo a los anteriores son los obreros y proletarios.

Estas son las dos clases fundamentales. Hay dos clases marginales y una subdivisión posible entre las fundamentales. En la clase burguesa o capitalista podemos distinguir entre la gran burguesía y la burguesía media y en la clase obrera podemos separar una aristocracia obrera, que tiene funciones de control del grupo mayoritario y, por tanto, ciertos privilegios. Las dos clases marginales son la pequeña burguesía, que viene a ser un resto de medios de producción anteriores ( pequeños propietarios campesinos ) o secundarios en el capitalismo: propietarios de empresas familiares, autónomos, profesionales liberales. Está finalmente, el lumpen, que son los sectores marginales de la sociedad: delincuentes, prostitutas, mendigos.

 La teoría formulada por Marx era básicamente válida en su época, pero falla al transformarse en un dogma escolástico, que es lo que hace Althusser. Hoy  debe matizarse mucho para que siga siendo útil, pero desde luego en un sentido no dogmático. Creo que hoy podemos hacer cuatro críticas profundas a la teoría de Marx.
La primera es que el poder efectivo del capitalismo ha pasado a lo que algunos han llamado la alta tecnoburocracia. Son sectores asalariados que dirigen entidades financieras, empresas multinacionales, instituciones globales ( BCE, FMI, OMC, incluso la ONU) que son los que tienen un poder real, junto a los gobernantes de los países más poderosos. Ellos forman la élite dirigente junto a los grandes capitalistas. 
La segunda es que se ha formado una clase media entre trabajadores asalariados cualificados que deberíamos considerar una nueva pequeña burguesía. 
La tercera es que la posición social no depende solo del capital económico ( renta, patrimonio ) sino también del capital simbólico ( cultural: formación, información, recursos). Aquí podríamos incluir lo que algunos llaman capital corporal pero que quizás podríamos llamar capital imaginario: las puertas que abren o cierran una determinada imagen corporal. O en algunos casos recursos corporales: atletas, futbolistas... 
La cuarta crítica se deriva de las anteriores: no se ha de tener en cuenta únicamente la situación actual sino también las expectativas. El capital simbólico e imaginario da unas expectativas muy diferentes del que no las tiene.

Por todo esto creo que podríamos considerar España como un país que podemos dividir en seis clases sociales. La élite dirigente; la clase económicamente privilegiada: la clase media-alta: la clase media-baja; la clase trabajadora y las clases marginales. Ejemplos: los grandes empresarios, los gestores de los bancos y grandes multinacionales, los gobernantes forman parte de la élite dirigente. Los empresarios medios, los profesionales mejor cualificados, altos funcionarios, los directivos de empresas relativamente importantes formarían parte de la clase alta. Todos ellos serían los ricos. Los médicos, arquitectos, ingenieros formarían parte de la clase media-alta. Los profesores, técnicos, funcionarios medios formarían parte de los clase media-baja. Los trabajadores no cualificados en general forman parte de la clase trabajadora. Y todos aquellos que las ONG denominan pobres, que son los que no tienen recursos para una vida material mínimamente digna.
Las clases subalternas son las clases marginales, la clase trabajadora y las clases medias, aunque su posición es diferente. Los primeros no tienen casi nada que perder y la clase media-alta tiene bastante que perder. En el medio, todos los matices.
Ahora bien, la base electoral de la izquierda es sobre todo las clases medias y parte de la clase trabajadora. El otro sector de la clase trabajadora y las clases marginales son la base electoral del  populismo de extrema derecha. De todas formas las clases marginales son básicamente abstencionistas. Evidentemente esto debe justificarse pero he consultado estadísticas que van en este sentido.

¿Por qué las clases trabajadoras no votan a la izquierda y votan a la derecha? Las razones son variadas. El racismo es un sentimiento espontáneo que se basa en un sentido muy tribal y porque los que conviven con los inmigrantes son los trabajadores. Esto hace que sientan que les quitan algo que les pertenece, lo más básico. Las clases medias no viven el problema porque no conviven ni compiten con ellos. Tienen también una educación más tolerante. Por otra parte la izquierda no plantea soluciones inmediatamente creíbles, con lo cual el voto a la izquierda es algo estético para sectores de las clases medias que no viven los problemas básicos de manera urgente. Finalmente tenemos la cuestión de la hegemonía del neoliberalismo, que es más fuerte, paradójicamente, en sectores más populares. la idea que cada cual debe espabilarse, que mucha gente cobra el paro mientras trabaja.

Construir una alternativa de izquierdas a partir de las clases subalternas significa cambiar radicalmente dos cosas. La primera elaborar una cultura de izquierdas alternativa al neoliberalismo, que hoy no existe. La segunda ofrecer alternativas claras y creíbles de gobierno, que tampoco existe. Es lo que hay, y la verdad no es revolucionaria pero el autoengaño, aunque sea con la retórica más radical, es lo más útil para no cambiar nada.


Publicado por Luis Roca Jusmet
16 de abril de 2013


Profesor de filosofia y escritor. Edita los blogs "Materiales para pensar" y "Una caixa d´eines per pensar". Participa en los blogs "Unatramasintejer", "Artillería inminente" y "Espiritu y cuerpo". Forma parte del Liceu Joan Maragall. Colaborador de las revistas "El Viejo Topo" y "Paideia". De los sitios web "Rebelión" y "Cartelllacanià".Ha escrito el libro "Redes y obstáculos" (Editorial Club Universitario,2010). Ha colaborado en los libros : "El marges de la filosofia", "Globalització i interculturalitat" i "Art i filosofia" (edicions La Busca); en "Filosofia. Complementos disciplinares" ( Ed.Graó) y en "Filosofías postmetafísicas. 20 años de filosofía francesa contemporánea" ( Editorial UOC,2012)

Qué hace un ciudadano como tú en un escrache como éste

Un centenar de activistas antidesahucio protagonizan un 'escrache' en la casa de la diputada del PP Rodríguez Salmones
Activistas de la PAH ante la casa de la diputada del PP Rodríguez Salmones


Ayer estuve en mi primer escrache: el que la PAH de Madrid hizo ante el domicilio de la diputada del PP Beatriz Rodríguez Salmones, en el barrio de Chamartín. Es decir, estuve intimidando y acosando, con violencia, de forma ilegal y antidemocrática, y todo muy nazi.

Bueno, nazi, lo que se dice muy nazi, no me pareció, la verdad. No recuerdo yo que los nazis pusiesen pegatinas y luego se marchasen. De hecho, diría que hasta me aburrí un poco, es lo que tienen las expectativas: uno va esperando una batalla campal, y luego se encuentra gente que camina por las aceras, padres con niños y hasta alguna señora que pasea al perro aprovechando el escrache. Y no, tampoco parecía un perro nazi, si es lo que están pensando.

Arrancamos desde la Plaza de Castilla, una vez la policía terminó de identificarnos. Recorrimos uno de los barrios más ricos de Madrid, cantando pareados, poniendo pegatinas y repartiendo información a vecinos y comerciantes, y a los muchos porteros, que se mostraban cómplices. Ni siquiera cortamos el tráfico, eso se lo dejamos a las decenas de antidisturbios que nos escoltaban por el asfalto. Al llegar al portal de la diputada, la policía nos empujó hasta la acera contraria, donde un portavoz leyó un mensaje, y después de cantar unos minutos más, nos fuimos juntos.

No sé, a lo mejor cuando me metí en el metro, una vez marchados los muchos periodistas (incluida alguna tele extranjera), los activistas volvieron y tiraron piedras y cócteles molotov, pero mucha pinta no tenían. La gente iba tranquila, la policía también parecía relajada, y no vi miedo, ni siquiera a que en cualquier momento apareciese un ex diputado del PP enloquecido y te arrancase la cabeza por perroflauta. En resumen: fui al escrache sin decirle nada a mi madre, para no preocuparla; y una vez visto, pienso invitarla al próximo.

Ya lo he dicho alguna vez, pero repito: los gobernantes y los medios afines deberían felicitarse de la calma y el civismo que estamos demostrando los ciudadanos. Viendo la manera en que los ciudadanos están siendo maltratados y humillados, con familias asaltadas por el balcón y echadas a rastras, y miles de ahorradores estafados con descaro, es admirable lo pacíficos que seguimos.

Y sin embargo, algunos parecen empeñados en echar leña al fuego, a ver si consiguen que alguien sufra un calentón y acabe pasando algo, para así hacer buena la profecía de autocumplimiento que suelen aplicar a las protestas: los manifestantes son violentos, así que los criminalizo y reprimo, hasta que al final acaban siendo violentos y puedo presumir de “ya lo decía yo”.

Pero me temo que esta vez han pinchado en hueso, porque la campaña de escraches está siendo una perfecta demostración de la inteligencia colectiva de unos y la necedad orgánica de otros.

Inteligencia colectiva la de la PAH, que ha desbordado a la clase gobernante con una forma de protesta eficaz y muy hábil: llevar a las casas de los diputados la protesta enmarca la acción y su respuesta en el ámbito del domicilio, ese que algunos consideran sagrado salvo cuando te desahucian. Las repetidas imágenes de familias, niños incluidas, echadas a la fuerza a la calle con lo puesto, están tan presentes para los ciudadanos que cualquier pataleta apelando a la inviolabilidad del domicilio y la protección de los niños se diluye como azucarillo. Los escraches serían inaceptables para la mayoría hace cuatro años; hoy en cambio cuentan con un apoyo masivo.

Necedad orgánica, la de la clase gobernante, totalmente descolocada y con una cintura de granito. Desbordada por formas de protesta imaginativas, que rompen el clásico “manifestación autorizada”, y ante las que solo tiene una respuesta que ofrecer: más policía, más blindaje, más multas, más criminalización, más miedo.

Cuando crean que han acabado con los escraches, se verán otra vez desbordados por esa inteligencia colectiva que ya tendrá pensado el siguiente paso. Y esa inteligencia está siendo el mejor fruto de este tiempo terrible: la capacidad de los ciudadanos para organizarse, convocarse, reapropiarse del espacio público, protegerse, burlar la represión, ser autónomos, ser eficaces, construir comunidad. No todo son malas noticias.



12 abr 2013

¿Y si Rajoy fuera un ‘dron’ de Merkel?

Frente a la táctica del avión no tripulado de destruirlo todo sin mancharse las manos, hay que poner cara a los responsables, aplicarles el marcaje público, que no es acoso, para que al menos no duerman tranquilos.

José K. se ve a veces protagonista —que no galán— de estrambóticos filmes. Hoy imagina una mezcla imposible de neorrealismo y Apocalypse now. ¡Ama tanto a De Sica! ¡Tanto a Coppola! La escena arranca con una visión de sí mismo en camiseta de tirantes y pantalón de pijama durante el delicado ejercicio diario de colar el café con su obligada manga. Es entonces, ya ven en qué momento tan poco heroico, cuando llega el fin del mundo: un estruendo lo llena todo mientras un tornado de paredes, marcos de ventana, muebles, ollas, vuela a su alrededor en un batiburrillo que apenas en unas décimas de segundo pierden su consistencia para hacerse añicos indiferenciados. Incluso ve cómo su propio cuerpo desaparece —adiós, amigo— en diminutas partículas.

Es un dron, atina a decirse en esa millonésima de segundo que aún guarda la capacidad de razonar previa a su total y definitiva desaparición. Alguna vez lo ha pensado al volver a casa: su edificio es una auténtica provocación, una muestra descarada de esos seres que solo sirven para retrasar el advenimiento, por fin, de la Santa Eficiencia Económica, a tus pies te veneramos. Merecedor, pues, de ese dron purificador. Porque hay que ver qué vecinos, todos ellos un lastre insostenible: jubilados y parados de larga duración viviendo de la sopa boba de muníficas pensiones, enfermos —caraduras, seguro— que gastan y gastan en medicinas; padres dependientes, suegros dependientes, hijos dependientes, hermanos dependientes, esposos dependientes, esposas dependientes. ¿Miran ellos acaso por el cumplimiento del déficit acordado con Bruselas? ¿Tienen alguna consideración hacia el equilibrio espiritual de, por ejemplo, Olli Rehn, comisario europeo que es de Asuntos Económicos y Monetarios, y al que unos cuantos desharrapados como los descritos más arriba no hacen otra cosa que dar disgustos?

Por eso cree José K. que en Berlín, que es donde están las y los que mandan, ya se han cansado de soportarnos y han decidido inclinarse por la política de los drones. Es consciente nuestro hombre de que dicha estrategia no incluye esa destrucción entrevista en sus desvaríos cinematográficos, sino el disimulo de quienes ya superaron la frontera de la deshumanización. Esa es la manera en que han decidido organizar el mundo. A ciegas. Las leyes que se imponen, las disposiciones que se dictan, los recortes con los que se castiga, se hacen en función de cumplir unas magnitudes aleatorias fijadas por algún demente a una población que carece de rostro. No hay nombres, no hay personas, nadie sabe si eres viejo, joven, hombre, mujer, niño o niña. Los rostros de los ciudadanos no tienen cara, carecen de ojos y, por tanto, de mirada implorante. Deciden contra la masa, gobiernan contra la informidad de un conglomerado apenas diferente de un rebaño en la majada.

Se dictan las normas desde Bruselas, o desde Berlín, y se eligen unos cuantos drones para llevarlas a cabo. ¿Es, pues, un dron Mariano Rajoy enviado por Angela Merkel?, se pregunta José K., un punto alterado por el descubrimiento. Refuerza su impresión el hecho de que el presidente habla lo mismo que cualquier dron que se precie: nada. Silencio. Actúa pero no explica. Golpea, pero no se disculpa. ¿Y pueden los drones tener otros dronitos y algunas dronitas? ¿Montoro, Báñez, Guindos, Wert, Mato?

Conocemos la táctica de los drones: no ver a quien asesinas. No tener que registrar el gesto de angustia de esa madre a la que arrancas el futuro mientras mira a sus hijos en el momento en el que han de abandonar la casa que hasta hace unas horas era su hogar. O la de la anciana que se queda sin ayuda para la dependencia. ¿Demagogia? ¿Sensiblería? Sí, claro, pero cree José K. que aún es menos de la necesaria para compensar la desvergüenza de quienes adoptan los procedimientos de los drones: destruirlo todo sin que se te manchen las manos. Es la cobardía, dice nuestro hombre, vena hinchada, de quienes se ríen de sus ciudadanos, como este Gobierno dispuesto a aprobar una reforma de las hipotecas a sabiendas de que no resuelve absolutamente nada. O a esos directivos de un banco en ruinas —otros drones— que se embolsaron 68 millones de euros en cuatro años mientras la entidad por ellos saqueada —por iniquidad o inutilidad, tanto da— hacía perder miles de millones a accionistas y ahorradores. Obscenos.

¿Hay respuesta frente a tan sofisticados artefactos? ¿Alguna manera de responder a esa despersonalizada masificación del mal? ¿A ese cobarde ataque mortal contra una población carente de armas defensivas igual de sofisticadas y efectivas? Piensa José K. que a lo mejor la solución está, precisamente, en una sabia utilización de las diferencias numéricas. Nosotros somos muchos, muchísimos, y ellos, muy pocos. Los millones de ciudadanos deliberadamente despojados de individualidad, agredidos, violentados, maltratados, saben, o está a su alcance saberlo si reflexionan un momento, que apenas si son un puñado de millares de personas quienes alimentan a la bestia y organizan, dirigen, pagan y se benefician de los ataques de los salvajes drones. Hasta una lista por orden alfabético se podía hacer. Pepito, menganita, zutanito.

¿Escrache, dicen? A José K., quizá por su formación pequeñoburguesa —qué gusto recobrar aquel lenguaje: pequeño-burguesa; y hasta plusvalía— no le gustan ciertas prácticas. Sobre todo desde que tuvo que ver con sus propios ojos los actos de repudio cubanos. Nunca, nunca, tales desmanes, tal humillación de seres humanos y sus familiares. Aunque algunos sean culpables de procurarlos a millares. Pero, por favor, no tengan el descaro desde el partido hoy en el poder de dar lecciones de respeto, ellos que durante años se han servido del insulto y el menosprecio, incluso de las tácticas más infames para dañar a quienes entonces gobernaban, alzados y acompañados por una prensa sumisa a sus intereses, pero insultante, vociferante, infame, ignominiosa y mentirosa cuando se trata de atacar al otro. Y eso lo sabe muy bien José K. porque tiene un amigo dedicado —un loco, sin duda— a vigilar a semejantes fenómenos de la naturaleza, tal que los Hans o Koo-Koo de Tod Browning.

Pero es evidente que la respuesta no puede ser otra que la de poner cara, ojos, pestañas, nariz, cejas, labios, mentón, carrillos y orejas a los responsables. Y nombre. Sobre todo nombre. Esos políticos, esos banqueros, esos corruptos. Sabemos cómo se llaman y qué cara tienen. Con eso es suficiente. Nos sobra saber dónde viven. Así que entre todos tendremos, se dice José K., acalorado ya a estas alturas o, por mejor decir, más cabreado que una mona, que hacerles saber a tales patricios que les conocemos, que sabemos quiénes son y que somos conscientes de sus desmanes, de su procacidad, de su impudicia. Habrá que repensar maneras, decidir nuevas estrategias. Entre otras cosas, se pone un poco pedante José K., recordar lo que señala el artículo 3 de la Ley Orgánica 9/1983: “1. Ninguna reunión estará sometida al régimen de previa autorización. 2. La autoridad gubernativa protegerá las reuniones y manifestaciones frente a quienes trataren de impedir, perturbar o menoscabar el lícito ejercicio de este derecho”. ¿Límites? Sí, pero no nos olvidemos de lo principal: no creamos a quien nos traiga la monserga de un mal entendido respeto al resultado de las urnas, traducido en que nadie puede decir ni mu entre votación y votación cada cuatro años. A depositar la papeleta y a callar. Pues no, en absoluto.

El marcaje público, que no acoso —¿se entiende la diferencia?— al dron o hacedor de drones puede ser un buen inicio: ¿Dormirán intranquilas estas pobres criaturas? ¿Se les amargará la copa, el sarao, la cena con sus iguales? Pues qué le vamos a hacer: les toca apurar la parte alícuota del acíbar que les corresponde por haber amargado la vida a esos millones de ciudadanos de los que desconocen sus nombres, ni saben dónde viven —o vivían—, ni de qué trabajan —o trabajaban—.

Tan distinguidas personalidades no querrán, además, que sus víctimas les vitoreen: si oyen un grito resonante, lo más probable es que sea un insulto.

Natural, razona sentencioso José K.

José María Izquierdo
8 ABR 2013

7 abr 2013

Le puede pasar a cualquiera

Ignacio Escolar.


¿Quién no ha tenido un amigo narcotraficante con el que se iba de juerga en su yate? ¿Quién no ha heredado una fortuna en Suiza y se ha olvidado de declararla? ¿A quién no le ha pasado que aparezca un Jaguar gratis en el garaje, o que un deconocido generoso –apodado don Vito– le regale bolsos, joyas, fiestas y viajes?
¿Quién no ha recibido del partido abultados sobres con efectivo, o donativos anónimos de constructores filántropos, o ambas cosas al mismo tiempo? ¿A quién no le han despedido alguna vez de forma simulada, fraccionada y en diferido? ¿De verdad nunca os han pagado un cuarto de millón de euros al año por no hacer nada de nada, salvo estar callado?
¿Quién no se ha metido por la nariz el dinero de los parados andaluces? ¿De verdad nunca os habéis inventado una escritora imaginaria para cobrar artículos de una fundación a cojón de pato? ¿Quién no ha se ha llevado crudas varias dietas por duplicado en una mañana de reuniones en la caja? ¿Quién no ha acumulado tres salarios públicos en un mismo año? ¿Quién no se ha subido el sueldo en plena crisis?
¿Quién no llama directamente al Poder Judicial cuando tiene un problemilla en un juzgado? ¿Quién no se salta las normas alguna vez para hacer un favorcillo a los amigos? ¿Qué familia no tiene un yerno un poco crápula que roba unos míseros millones de euros a las administraciones públicas? ¿A quién no le han indultado alguna vez por delitos de torturas, o de cohecho, o de homicidio imprudente, o de alzamiento de bienes, o de prevaricación, o de narcotráfico? ¿Quién no tiene el dinero en un paraíso fiscal o ha recurrido a la amnistía para blanquear unos ahorrillos?

Si es que os escandalizáis por nada.





01/04/2013


“LA CORROSION DEL CARÁCTER. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo”

Capitalismo hoy: el riesgo permanente
 
Sobre el libro LA CORROSION DEL CARÁCTER Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo”por Richard Sennett. Editorial Anagrama, Colección Argumentos, Barcelona, 2000. 188 páginas.

Richard Sennett es inglés, sociólogo y profesor de la renombrada London School of Economics y otras sedes universitarias. Académico de dilatada trayectoria en el estudio del trabajo, la familia y las clases sociales, goza del reconocimiento de importantes intelectuales y colegas de renombre internacional. Entre ellos, el historiador inglés Eric Hosbawn, que lo considera como uno de “nuestros mejores sociólogos”. Vale aclarar a lectores desprevenidos que Sennett no se ubica en el terreno del marxismo revolucionario. Él mismo nos dice que se siente, aunque incómodo, formando parte de “esa nebulosa situada justo a la izquierda del centro, en donde las palabras ampulosas son más importantes que los hechos”, a la que llegó luego de algunos desencantos. Eso sí, con la misma honestidad con que nos aclara su posicionamiento político, se sumerge en la problemática a estudiar.

No espere el lector encontrar aquí un crudo alegato anticapitalista contra las actuales formas de la organización del trabajo. Tampoco, a pesar de lo que podría sugerir su titulo, algo así como un estudio de los estragos psicológicos causados en los trabajadores por el neocapitalismo. Nada de eso es el presente ensayo.

El lector, interesado o no en la temática del trabajo, encontrará aquí un intento por desnudar las consecuencias, a veces evidentes y brutales, otras aparentemente inofensivas, provocadas por la flexibilidad laboral en la subjetividad de los trabajadores. Ese es el tema de este libro: el impacto de los cambios laborales en los sentimientos, en los viejos valores aceptados socialmente, en la relación entre las personas.
Sennett encara este ensayo sin hacer distingos originados por el lugar de procedencia en la pirámide salarial. Estudia, entrevista y analiza a obreros panaderos de Boston, también a programadores altamente especializados pero despedidos de IBM, e incluso a un joven y exitoso ejecutivo norteamericano, hijo de un portero y a quien muchos no dudarían en rotularlo como un “triunfador” (el encomillado es mío). Y en todos ellos encuentra las profundas huellas dejadas por el nuevo capitalismo.

El autor pone bajo su lupa de sociólogo los grandes cambios operados, fundamentalmente en los Estados Unidos y parcialmente en Gran Bretaña: la veloz extensión del trabajo flexible, el ataque a los males de la rutina y los horarios rígidos, la organización empresarial en red como oposición a la vieja pirámide burocrática, el nuevo lugar de la autoridad en el mundo laboral, el trabajo en grupo, etc. Sennett muestra lo que está cambiando y que esto nuevo viene cargado de incertidumbre, pérdida de confianza en uno mismo y en los demás, y de una sensación de estar a la deriva y de vivir en riesgo permanente. El capitalismo impaciente de nuestros días proclama, por boca de sus líderes “Nada a largo plazo”, lo que significa que de poco vale la experiencia y que nada está asegurado; que todo proyecto debe ser a corto plazo y que en cualquier momento uno es prescindible, independientemente del esfuerzo realizado. Asistimos al fin de la “carrera” laboral, lo que se impone es el trabajo fragmentado Para los trabajadores eso tiene una angustiante lectura: sólo se puede pensar en el presente. ¿Cómo imaginar un futuro en estas condiciones? A lo largo de una vida sólo se harán fragmentos de distintos trabajos. ¿Cómo saber entonces lo que somos, si no terminamos de saber lo que hacemos?

Para evitar juicios apresurados, aclaremos que Sennett no hace nada parecido a una apología de las pasadas formas de organización laboral ni de la rutina estupidizante del viejo capitalismo. Él mismo lo aclara sobre el final, luego de pasar revista a los cambios “Al pintar este cuadro soy muy consciente de que, a pesar de todas las reservas, corre el peligro de parecer un contraste con un antes que era mejor y un ahora peor... El problema que nos enfrentamos ahora es cómo organizar nuestra vida personal ahora, en un capitalismo que dispone de nosotros y nos deja a la deriva”. Y más allá de los términos y categorías que se utilicen para describirlo, este ensayo logra mostrar cómo, detrás de formas aparentemente más flexibles y menos autoritarias, más grupales y menos rutinarias, se esconden los viejos y conocidos objetivos del capitalismo: más productividad, más trabajo con menos gente, más poder patronal al interior de los lugares de trabajos, más debilitamiento de las organizaciones sindicales.“Pensaba que este lugar sería diferente con su concepto de equipo y todas esas bonitas palabras, pero la dirección sólo está tratando de que la gente trabaje hasta reventar “ testimonia un desilusionado operario en la cadena de montaje del complejo Subaru-Isuzu. Siempre el mismo objetivo: la ganancia.

El lector se encontrará con un libro de lectura ágil, con un ritmo ajeno a los textos técnicos o especializados, que invita a la reflexión desapasionada. Sennett arrastra al lector a una gira conceptual donde desfilan clásicos de la Antigüedad, pensadores de la modernidad e investigadores contemporáneos. Podrá el lector discrepar con pocas o muchas de sus afirmaciones o análisis, pero terminada la lectura queda la sensación de que este ensayo es un aporte valioso para comprender los cambios vertiginosos que se están operando en el mundo del trabajo y la sociedad. Cambios que hacen que las certezas de ayer no sean para muchos hoy tan evidentes. Tiene razón Sennett cuando afirma que “El nuevo capitalismo es con frecuencia, un régimen de poder ilegible”. Libros como este, más allá aun de las intenciones de sus autores, ayudan a “leer” mejor al capitalismo de nuestros días; son un aporte para denunciarlo y combatirlo más eficazmente. Y eso ya es un mérito ¿verdad?

Mozzo, Enrique.

Herramienta debate y crítica marxista

 

5 abr 2013

Tenemos que hablar de Facebook

de paseo por las letras y las teclas: La ideología Facebook

La ideología Facebook




Internet es una tecnología y Facebook un programa que la usa. Las tecnologías surgen de equis necesidad, y los programas, de equis propósito. Si de veras necesitamos de muchos amigos, si realmente nos resulta indispensable localizar a la novia de ayer o al compañerito de primaria, adelante... ¡Facebook!. Cuando siendo adolescente pateaba las calles de una gran ciudad y ejercitaba la concentración mental para asesinar al director de mi escuela, solía detenerme en los escaparates de las librerías. Un libro que estaba en todas llamaba mi atención: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie.

A pesar del exultante cintillo que lo recomendaba (¡millones de copias vendidas!), nunca lo compré. Me bastó abrirlo y leer la primera recomendación para constatar que la obra iba contra mis ideales: No critique, ni condene, ni se queje.

En el ciberespacio hay redes y... telarañas. Internet es una red (de redes), y Facebook una telaraña (de personas). Internet vincula, Facebook captura. Ambos sistemas enlazan. Sólo que Internet fue diseñada con fines públicos y Facebook, así como el libro de Carnegie, manipula lo público con fines privados.
¿Qué ideología profesaban los jóvenes de la Universidad de Stanford que a finales de los sesenta exploraban las potencialidades de la red? Digamos que el proverbial pragmatismo de la elitista democracia yanqui los invitó a responder una puntual petición del Pentágono: crear un sistema de comunicación descentralizado, capaz de resistir un ataque nuclear.

Como el proyecto no mencionaba que el sistema evitara la censura (o que se inspirara en la igualdad de derechos entre las fuentes de información), el Estado no reparó si los investigadores apoyaban la guerra de Vietnam o acudían a recitales para cantarle We shall overcome a Ronald Reagan, gobernador de California. Licencias del american way, que no volverán.

Internet fue concebida con el espíritu desinteresado de una comunidad de científicos, y Facebook surgió de la traición de Mark Zuckerberg a los amigos que, junto con él, diseñaron el programa para hacer amigos. Una historia que Ben Mezrich contó en Multimillonarios por accidente (Planeta, 2010) y que los reacios a la lectura pueden apreciar en La red social, la buena y simplona película de David Fincher (2010).

Zuckerberg es el dueño de Facebook (el hombre del año según la cavernícola revista Time), y Peter Thiel (inventor del sistema de pago electrónico PayPal) opera como piedra angular de su ideología. Por motivos de espacio, remito a Google el perfil de este ciberdinosaurio del mal. De mi lado, me detengo en René Girard (1925), filósofo y antropólogo francés, y alter ego de Peter Thiel.

En julio de 2008, en una revista de la derecha mexicana que presume de libre (y no menos manipuladora que Time), se dijo que "...la teoría antropológica de René Girard empieza a ser considerada la única (sic) explicación convincente sobre los orígenes de la cultura". ¿Cuál sería esta ignota teoría? Nada menos que la vapuleada mímesis del deseo que, según Girard, configuramos gracias a los deseos de los demás.

Las piruetas intelectuales de Girard rinden tributo a sicólogos racistas, como Gustave Le Bon (1841-1931), y encajan en la mentalidad de tipos como Thiel: la gente es esencialmente borrega y se copia una a otra sin mucha reflexión. El sitio Resistencia Digital (RD) puso el ejemplo de la burbuja financiera: cuando Bill Gates compró parte de las acciones de Facebook, los tigres de Wall Street dedujeron que valía 15 veces más.

El segundo inversionista de Facebook se llama Jim Breyer (miembro de la junta de Walmart) y el tercero es Howard Cox, de In-Q-Tel, ala de inversión en capital de riesgo de la CIA. El Proyecto Censurado (iniciativa de la Universidad de Sonoma State, California, que ventila los temas que ocultan los medios) dice que la FBI recurre a Facebook en remplazo de los Infragard creados durante el primer gobierno de W. Bush: 23 mil microcomunidades o células de pequeños comerciantes patrióticos, que ofrecen los perfiles sicopolíticos de su clientela.

Facebook y su experimento de manipulación global acabaron con las teorías conspirativas. Por izquierda y derecha, millones de personas, que en principio estiman la democracia y la libertad (valores que para Thiel son incompatibles), parecen no reparar en que la privacidad es un derecho humano básico.

Atrapados en la cultura neoliberal (auténtica red de redes), gobiernos, instituciones y usuarios le entregan a Facebook redes de contacto, relaciones, nombres, apellidos y fotografías que se prestan al reconocimiento facial, la geolocalización móvil, la estadistica ideológica y los perfiles de mercado y sicológicos.

En ese sentido, Facebook es un subproducto ideológico de la imparable metástasis totalitaria que se expande en Estados Unidos. En lugar de las ambidextras obsesiones del púdico George Orwell, Facebook se nutre de la profecía que Jack London describió en El talón de hierro (1908): la instauración de un Estado policiaco, plagado de alcahuetes anónimos.


Por José Steinsleger
Fuente : Red Latina Sin Fronteras

20 Julio 2011



1 abr 2013

Internet, la nueva era del rumor

Hans Joachim Neubauer aborda la problemática de la habladuría a lo largo de los siglos

El rumor, representado con muchos ojos ante ciudadanos escandalizados / Paul Weber Museum

La información es una pieza clave en la vida de cualquier persona, ya sea para saber qué horario debe cumplir, cómo desempeñar una función o qué puede ser peligroso y cómo evitarlo. Por eso, Hans-Joachim Neubauer (Neuss, Alemania, 1960) se interesó por la rumorología para escribir Fama: Una historia del rumor (Siruela). "Es un agente histórico del que nadie habla, al que no se reconoce, pero que tiene fuerza sociológica. Es interesante ver cómo distintas sociedades han tratado el rumor y cómo reconocen su poder y peligro al mismo tiempo", explica al teléfono desde Berlín entre el alemán y el inglés.

Poder. Secreto. Seductor. La habladuría, escurridiza e incontrolable, no solo sigue existiendo, cuenta el alemán, sino que recobra fuerza ante las nuevas tecnologías. El ser humano no es capaz de escapar de la tentación del poder que confieren la información y el rumor.

Gracias a esta arma de doble filo, el rumor y la propaganda que, afirma Neubauer, nunca han estado interesados en la verdad, podrían afectar incluso a los medios de comunicación. "Es importante citar bien y nombrar las fuentes. Lo mejor contra el rumor es la palabra escrita. Está ahí al día siguiente y puedes compararla con la realidad", receta el también periodista y profesor universitario. Este peligro puede, asimismo, verse incrementado si la información se ve presionada además por la inmediatez y prisa, como explica el sociólogo francés Pierre Bourdieu en Sobre la televisión (Anagrama).

Lejos de la idea de que una sociedad desarrollada y civilizada está a salvo del rumor, Neubauer advierte de que la habladuría ha encontrado cobijo en las nuevas formas de comunicación. Estas herramientas contribuyen a su difusión, entendido como una voz "tan relevante como imposible de corroborar" que se propaga de forma autónoma y rápida. Para ello, Internet y las nuevas tecnologías fomentan dos aspectos vitales: llegar a un grupo numeroso de personas y que se apele a sentimientos fuertes como el miedo, el odio o la incertidumbre –algo de actualidad ante el escenario de crisis–. "Internet es muy rápido y cualquier desmentido llega siempre tarde. Estamos ante una nueva era del rumor".

Por ello Neubauer incluye en su libro un apartado a las desconocidas clínicas del rumor (rumour clinics), que empezó el psicólogo estadounidense Gordon Allport (1897-1967) en 1942. A través de la recopilación de habladurías y su estudio, un grupo de intelectuales trató de controlar la propagación e impacto de los rumores. "Publicaban artículos en periódicos para deconstruirlos. Explicaban por qué tendían a creérselos, de dónde venían, por qué eran peligrosos, etcétera". Sin embargo, el peligro no es nuevo aunque sí comenzó a ser lo suficientemente importante como para que gobiernos e instituciones prestaran atención de forma especial. "Llegó hasta el ejército. Se pusieron películas a los soldados para concienciarlos. De aquella época recuerdo un cartel: Zip your lips and save a ship (Cierra la boca y salva un barco). Era genial, genial, sencillamente genial", se maravilla el alemán.

A lo largo de los siglos, pheme –la personificación del rumor en la mitología griega– o fama, ha sido representada de diferentes maneras: como una mujer con una o dos trompetas, un hombre armado –por Cesare Ripa– o, incluso, como un monstruo de muchas cabezas. En un texto de Shakespeare que recoge Neubauer, el rumor es definido como "una flauta donde soplan las sospechas, los recelos, las conjeturas, y tan sencilla y fácil de toca, que ese monstruo sin arte, de cabezas innúmeras, la multitud eternamente discordante y bullidora, puede hacerla resonar".

¿Y por qué tanto interés por el rumor y el cotilleo? "Es una cuestión de poder, permite a cualquiera formar parte de una discusión moral sin ser la persona que opina", ríe Neubauer. "La habladuría se centra en el secreto, en lo escondido, que suele ser algo negativo. Las personas ocultan su lado oscuro de otros (...) Contar algo te mete en el papel de alguien que sabe lo que hay detrás, has descubierto algo. A los rumores les gusta descubrir algo, es sexy y todos quieren tenerlo".

*Fama: Una historia del rumor, de Hans-Joachim Neubauer. Traducido por Germán Garrido y editado por Siruela. 232 páginas.

Sergio Delgado Salmador
Madrid 26 MAR 2013