Como todo sujeto rehén de un secuestro, nuestra vida ha dejado de tener sentido propio y ya solo sigue el curso impuesto por terceros. Y dado que las cosas no son como siempre nos parecieron sino que ahora son como nuestros captores nos dicen que realmente son, hemos de encogernos de hombros y aceptar de buen grado lo que se nos dice, que hay que renunciar a principios y valores que siempre fueron sagrados, que interioricemos que realmente resulta necesaria una merma de la calidad de la vida pues nuestro estándar era muy elevado, y que encajemos con deportividad una degradación innecesaria de los servicios públicos.
Como tantos secuestrados estamos al borde de sufrir un shock emocional que afecta a la comprensión racional de la realidad. Estamos expuestos a sufrir eso que se conoce como síndrome de Estocolmo que puede llevar a bloquear el aparato perceptivo, modificar la capacidad de análisis y neutralizar la voluntad para poner en pie una revisión crítica de aquello que nos acontece. El síndrome de Estocolmo es una respuesta disfuncional que hace que el sujeto dominado por la fuerza asuma las posiciones del sujeto dominador para dar salida al estrés que supone el haber perdido la autonomía.
Y cuando esto ocurre, como es el caso del estado avanzado del secuestro que sufrimos, la soberanía del individuo frente a los poderes se diluye como un azucarillo y ya no nos parece sino un cuento feliz que nuestra mamá nos contaba para hacernos más reconfortante el sueño. Los estándares de vida ligados al disfrute de techo digno, trabajo responsable y convivencia moralizante quedan trasnochados entre todas las expectativas de la inocencia perdida de una juventud alocada e ignorante. El esfuerzo colectivo coordinado para el disfrute de servicios de salud, ayuda a los más dependientes, educación, movilidad, deporte, etc dejan de ser realidades de nuestra vida y se transforman en excentricidades de rico, en ensueños imposibles y hasta en exigencia soberbia de modos de vida que no están hechas para nosotros.
Porque en el estado de secuestro, inermes e imposibilitados, comenzamos a comprender primero, a aceptar después y hasta apoyar las razones que llevan a nuestros captores a forzarnos por nuestro bien a esta nueva realidad. Aceptamos salarios de mierda porque no somos competitivos (aunque la competitividad tiene poco que ver con la retribución salarial). Convivimos con la imagen feudal que desprende el lugar donde reposan nuestra soberanía, el Parlamento sumido en una barricada, separado de los ciudadanos por un foso metálico como el castillo feudal de los siervos y por las mismas razones de seguridad (de seguridad de quienes están al otro lado de la valla perenne que lo rodea). Hemos oído tantas veces las alabanzas de la gestión privada de los servicios públicos, que hay quienes ya albergan dudas sobre la auténtica intención escondida tras la persecución implacable hasta la eliminación de los mecanismos de ayuda colectiva y solidaridad intergeneracional, pues en esto consisten los servicios públicos creados y gestionados por el estado.
Nos secuestraron cuando con argucias y zalamerías que muchos querían oír (todo va a ir bien, basta con que cambie el gobierno dijeron sin esforzarse mucho más). Consiguieron maniatarnos con mayoría en el parlamento transmitida a todo tipo de ente, agencia o poder subalterno. A partir de ese momento comenzó la tortura sicológica de la mentira, la tergiversación, la negación de los hechos, la burda creación de mundos paralelos, la exaltación de lo inane.
Nos han mentido tanto en todo, con tanta intensidad, constancia y perfidia que ahora estamos al borde del síndrome de Estocolmo. A punto de aceptar su discurso: que ya salimos de la crisis, que los males que nos aquejan además de estar identificados están a punto de ser erradicados, que los culpables de lo ocurrido van a recibir su merecido. Y nosotros, bajo el síndrome de Estocolmo, reaccionamos con credulidad y hasta con euforia. De hecho ya hay quienes les desbordan: Populistas, etnicistas, homófobos, victimistas…
Emilio Jurado | Director de CDIEM
nuevatribuna.es | 31 Octubre 2013
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