A las palabras les ocurre más o menos lo mismo. Aunque no nos demos cuenta, cuando se utiliza cualquiera de ellas no solo se “dice” algo sino que se realiza una acción que puede modificar lo que hay a nuestro alrededor y, por tanto, nuestra conducta. Eso significa que las palabras tienen capacidad performativa o, según Derrida, “el poder de transformar la realidad”.
Cuando se utiliza la expresión austeridad para referirse a las políticas de recortes no es por casualidad. Con ella se genera un sentimiento de culpa que genera sumisión porque interpreta la pérdida de derechos que conllevan como la consecuencia inevitable de nuestro gasto previo excesivo. Además, la inmensa mayoría de las personas consideramos la austeridad como un valor positivo, así que cuando se utiliza esa palabra asociada a una determinada política económica se está consiguiendo que se de por buena con independencia de lo que lleve consigo, de su contenido real.
La evidencia empírica muestra que si la deuda que se quiere combatir con recortes sociales se ha disparado no ha sido por culpa de haber tenido muchos gastos corrientes (concretamente en educación, sanidad, cuidados o pensiones públicas que son las partidas que se recortan) sino porque se pagan intereses leoninos y totalmente injustificados a los bancos privados, y las encuestas nos indican que casi un 80% de la población no desea que se realicen esos recortes. Pero cuando se asocian a la palabra austeridad se aceptan fácilmente porque se considera que esta es lo natural y deseable frente al despilfarro o derroche que cualquier persona decente condena. La palabra, casi por sí sola, transforma la realidad y condiciona nuestra conducta.
Algo parecido ocurre también con la palabra déficit cuando se refiere a la prestación de los servicios públicos.Si nos dicen que la sanidad o las pensiones públicas o una televisión autonómica o un servicio municipal tienen déficit, inmediatamente pensamos en algo negativo y condenable, en que han gastado más de lo debido y que, por tanto, hay que recortarlos o incluso renunciar a ellos.
Pero la realidad es que las actividades o servicios que se financian en el marco de un presupuesto público no pueden tener déficit o superávit en sí mismos. Pueden tenerlos los Presupuestos Generales del Estado, los de una comunidad autónoma o de un Ayuntamiento, pero no sus diferentes partidas o conceptos.
Lo mismo que no tendría sentido ninguno decir que la jefatura del Estado o la policía es deficitaria, tampoco lo tiene decirlo de la justicia, la sanidad, la educación, las pensiones o de una televisión pública. Salvo que queramos performar la realidad para convencer de que la monarquía o la policía o cualquier otro servicio público es muy caro, que gasta en exceso y que, por tanto, es prescindible o que sus recursos deben disminuir.
Sin que apenas nos demos cuenta, usamos palabras que matan porque nos hacen creer lo que no es para hacernos así más obedientes.
Ningún servicio público tiene déficit sino que, en todo caso, tiene financiación insuficiente. Y la tienen porque una parte privilegiada de la sociedad no quiere contribuir a financiarlos como demuestra que solo aplicando las medidas que proponen los técnicos del Ministerio de Hacienda para combatir el fraude fiscal se recaudaría prácticamente la misma cantidad (38.500 millones de euros) que van a suponer los recortes sociales de este año.
Pero es evidente que no tiene el mismo efecto político utilizar una expresión u otra. Si oímos a cada instante que lo público es deficitario se pedirá que se recorte, si se hablase de su escasa financiación, se reclamarían más recursos, obligando a que los de arriba, y no solo los de abajo, se rasquen también el bolsillo.
Juan Torres López | Economista
nuevatribuna.es | 12 Noviembre 2013
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