Ferran Petit | antigua prisión de Palma. |
En 1968, a las puertas de la fábrica de pilas Wonder en Saint-Ouen (Francia), una mujer gritaba que ella no quería volver a la cárcel, refiriéndose a que no quería volver a trabajar en la fábrica, la misma mañana en que se retomaba la actividad después de tres semanas de huelga y ocupación. «Es por etapas como llegas a la victoria definitiva», decía un representante sindical intentando convencerla de los logros alcanzados en la negociación con la patronal (la subida del salario del 10% y alguna pequeña mejora más). La mujer no estaba convencida. Para ella volver al trabajo significaba haberse rendido. No estaba en absoluto convencida. Ella no pensaba volver.
«El hombre ya no está encerrado sino endeudado», escribió en 1990 Gilles Deleuze en Post-scriptum sobre las sociedades de control, señalando cómo con la crisis generalizada de todos los centros de encierro (escuela, cárcel, familia, fábrica) las sociedades disciplinarias habían sido sustituidas por las sociedades de control. Michel Foucault había descifrado las entrañas de las sociedades disciplinarias, sociedades que, tras la Segunda Guerra Mundial eran ya –puntualiza Deleuze–: «nuestro pasado inmediato, lo que estamos dejando de ser». El mecanismo de las sociedades de control se diferencia del disciplinario y el disciplinario se diferencia del de las sociedades de soberanía precedentes. Cada nuevo régimen de visibilidad va acompañado de un nuevo régimen de dominación. Cuando todo puede ser visto el encierro más eficaz es al aire libre; y los barrotes más gruesos, aquellos que no se ven. Hoy en día, la totalidad del espacio social se ha transformado ya en un espacio de control. Uno de los ejemplos paradigmáticos de la nueva forma de encierro es la deuda, prisión que no sólo habitamos en vida sino que dejamos, a nuestro pesar, en herencia. Pero no el único. Si uno de los cometidos de la vigilancia era ceñir el movimiento de los cuerpos a un espacio determinado cuyos límites oponían con claridad un dentro y un fuera, las nuevas formas de control nos acompañan en cada uno de nuestros desplazamientos, ya sean estos físicos o virtuales. Todo se recupera. Nuestros pasos despreocupados revalorizan el metro cuadrado de los locales comerciales de las calles por las que creemos pasear o perder el tiempo; nuestros clics diseñan el perfil de futuro comprador o usuario que siempre somos, ordenando la aparición de respuestas a preguntas que aún no hemos formulado, pecios ansiados que arribarán, no sin sorpresa, a nuestra orilla en una próxima búsqueda. Cada vez son más los medios que nos obligan a registrar nuestros datos personales para habilitar la lectura y suscripción. Cuando estacionamos en la calle indicamos a la máquina que nos emite el tique la matrícula del coche y las cámaras de vídeo-vigilancia siguen la estela de un control urbano que ha devenido arquitectura.
Todo se complica. Sabemos que desde que la empresa ha sustituido a la fábrica resulta difícil distinguir el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio y descanso. Vemos que, conforme avanza la privatización de la sanidad, la medicina preventiva gana terreno en la gestión del miedo de los cuerpos potencialmente enfermos de sus clientes. La formación permanente nos convierte en usuarios de la nueva sociedad del conocimiento, ítems intercambiables siempre dispuestos a adquirir nuevas competencias y a ser sometidos a renovados y nunca definitivos sistemas de evaluación. Lo sabemos. Y también nos damos cuenta de que el poder no abandona ninguna de sus formas previas. Como si se tratara de balas en la recámara, las recientes modificaciones legislativas –modificación del Código Penal y Ley de Seguridad Ciudadana– reactivan la capacidad represiva del Estado como no se recordaba en varias décadas. La cárcel regresa repentinamente a nuestro imaginario mientras el régimen sancionador convierte faltas en sanciones administrativas a libre interpretación de una policía presionada para incrementar sus cupos estadísticos, ya absolutamente incapaz de ocultar la verdadera faz recaudatoria de los últimos cambios legislativos. Más sanciones, mayor castigo, mayor arbitrariedad. Menos libertad.
«Pero, si no tienes nada que ocultar y eres una buena chica, ¿por qué te preocupa todo esto?», pregunta el señor sensato que nunca puede faltar entre el auditorio. El poder nunca te pregunta, solo te da órdenes, me repito para no olvidar que mi silencio puede ser tanto o más fuerte que mi palabra.
Hay tanto que hacer. No saben cuánto.
Por Anfigorey
14/07/2015
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