Un joven perfectamente aseado, zapatos radiantes, camisa blanca y corbata rosa, pantalón gris marengo, pelo ralo, formado en la Escuela de Negocios de Massachusetts con gran esfuerzo de la familia, come un emparedado de lechuga de El Egido, mostaza y mahonesa en las escaleras de la sede central del HSBC. Diez minutos, quince a lo más, pero tras el primer bocado está deseando volver a los monitores, a los algoritmos, a mover o esconder el dinero intangible que no le pertenece. Su trabajo es algo parecido al Candy Crush y del mismo modo engancha. Casi nunca se equivoca cuando maneja grandes capitales, pero si algún error comete, si las cuentas algún raro día no salen, siempre es porque los políticos y la política interfieren en el mundo de las finanzas endosándoles una volatilidad que le es ajena. Ha dejado las drogas cotidianas, se machaca a diario en el gimnasio, hay que ser fuerte, no dudar, ser inflexible a la hora de apretar el botón que compra o el que vende, no pensar en efectos colaterales que disminuyan la eficacia exigida. Los domingos se pone hasta el culo de todo, satisfecho, ríe con los amigos en el jardín de casa, a mandíbula batiente: Esta semana él y su equipo han movido una cantidad de dinero superior al presupuesto de España sin menearse del sillón, una parte la han sacado de Grecia, otra ha ido a las Islas Caimán, a Luxemburgo, a Suiza, a Alemania, a otros bancos de la city. Ni siquiera sabe lo que gana, no tiene tiempo para pensarlo y poco para gastarlo, pero fluye a raudales por sus cuentas corrientes claras y opacas, se ve en su magnífico testarrosa, se nota en la casa de Chelsea y en la espléndida mansión de Brighton donde todos los veranos se reúne con su amigo del alma, un ingeniero dedicado a investigar para que las armas maten a más enemigos de forma más rápida y aséptica. Son dos trabajadores muy preparados, orgullosos de lo que han sido capaces de conseguir con apenas treinta y cinco años. El mundo es perfecto, Tottenham Hale no existe, Ken Loach un hombre inteligente que podría haber ganado muchísimo dinero, pero que eligió el camino equivocado.
Al igual que nuestro amigo londinense, miles de personas trabajan en las torres de cristal del capitalismo donde reclutan a los linces que han de mover los hilos del mundo por encima de la voluntad de los pueblos, contra el pueblo, sin el pueblo y a costa del pueblo. No tienen ningún remordimiento porque ellos han sabido labrarse su destino, porque el sistema les muestra su agradecimiento de forma contundente, porque no se meten donde no les llaman ni se preguntan por las miserias humanas, porque, al fin y al cabo, dios está de su lado. Antes su trabajo era más penoso, pero desde que surgieron las nuevas tecnologías el mundo se les ha quedado pequeño, ansían controlar los capitales de Marte, Venus y Saturno, planetas que inexplicablemente no han sido colonizados todavía. Odian la política, algo del pasado, pero de entre sus filas salen los cuadros que luego alimentan a la Comisión europea, al Banco Central y al alto funcionariado de la UE. Son los que parten el bacalao. Gustan de visitar exposiciones de arte y beber vinos caros cuando la ocasión lo demanda y diseñan proyecciones macroeconómicas sobre los cadáveres y la miseria de millones de personas. No usan armas, son alérgicos a ellas, pero matan sin cesar. Siguiendo la doctrina Kissinger –al que apenas conocen- piensan que el nuevo orden mundial que están fabricando tendrá muchas víctimas, pero también que quienes sobrevivan lo harán en un mundo mejor: Mein Kampf. No importa que las políticas privatizadoras y de desmantelación de los sistemas de protección social estén haciendo cada día más difícil la vida a las personas, que los viejos vivan sus últimos años como aquellos primeros de las posguerras en que todo era destrucción y necesidad, no importa que los jóvenes preparados o no vean evaporarse los mejores años de su vida despreciados por “los mercados”, que quienes trabajan vean desaparecer su soldada sin tocarla a manos de eléctricas, gasistas, telefónicas e impuestos indirectos, que la vida se haya convertido para los más en un “vivir desviviéndose”, ni que en cincuenta años hayamos destruido más naturaleza que en los tres millones que en los tres millones que lleva el hombre sobre el Planeta, no, aquí sólo importa la cuenta de resultados y hacer saber a quienes todavía se hacen llamar ciudadanos que eso de la soberanía popular fue un error tremendo de J. J. Rousseau, que política y mercado son incompatibles, que no se puede dejar al albur de unas elecciones –mira lo que ha pasado con Grecia- las grandes decisiones globales. Ustedes –dicen- pueden seguir votando, nosotros les pondremos las urnas y mandaremos a nuestros policías para que el orden impere, pero no sean ingenuos, su voto ha dejado de tener valor, es algo testimonial, como una tradición que hay que preservar, pero las decisiones las tomamos nosotros independientemente de lo que ustedes voten.
A lo largo de los siglos XIX y XX, el movimiento obrero logró, contra la voluntad del capital, que las constituciones de la mayoría de países democráticos reconociesen el sufragio universal. La primera medida de todos los fascismos triunfantes fue siempre abolir el derecho al sufragio mediante el uso de la fuerza bruta. Hoy el fascismo no viste de pardo ni de azul, no necesita –al menos de momento- ejércitos que sometan a los pueblos, viste de Prada y maneja el mundo a través de terminales de ordenador. No hay opción, sólo si el resultado de cualquier comicio estatal coincide con el libro gordo de la ortodoxia ultraliberal, el gobierno será respetado, en otro caso nosotros, los mercados, nos encargaremos de darle la puntilla. Delenda est democracia.
Por Pedro Luis Angosto
14/07/2015
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