La proliferación de los casos de corrupción en España ha dañado duramente la imagen de la clase política e incrementado la desconfianza de los ciudadanos hacia aquellos que la representan, lo que no deja de ser una injusticia para aquellos políticos honrados, que los hay y muchos. Tanto es así que la última encuesta del CIS, publicada en enero de 2016, pone de manifiesto que tras el paro y las cuestiones económicas, el principal problema para los españoles es la corrupción, los partidos y los políticos en general, asuntos que quedan a mucha distancia de otras preocupaciones como la Sanidad, la Educación o aquellos problemas que en la encuesta son tipificados como de índole social.
Para colmo de males del mucho daño que los políticos corruptos hacen a la sociedad española y también a la imagen de los servidores públicos cuya ética es intachable y su gestión eficaz y eficiente, la guinda de la tarta la acaba de poner la reciente imputación de los 50 concejales, exediles y asesores del PP valenciano que han sidollamados a declarar por blanqueo de capitales, presunto cobro de comisiones y la supuesta financiación ilegal del PP en varias administraciones, una situación que hace que el Partido Popular de Valencia se plantee una refundación que reinvente el partido, limpie su imagen con gente nueva y hasta cambie las siglas que muchos relacionan con la corrupción.
Maticemos que la corrupción en el ámbito político tiene lugar cuando el poder público es utilizado en beneficio privado por quienes lo ostentan, una situación frecuente cuando se abusa de ciertas prácticas enviciadas y se actúa al amparo de la impunidad que a algunos les confiere ciertos estatus, vinculados o no a cargos público.
Es constatable que cuando la corrupción se implanta en una sociedad, ocasiona una depauperación de las clases medias que la hace tender a reestructurarse en una minoría de ricos y una mayoría de pobres cada vez más manifiesta.
Instauración de la corrupción
Conforme la ciudadanía se va acostumbrando a las praxis corruptas de sus próceres y las asume como algo consustancial e inevitable, surge una sensación de desprotección, una tendencia al individualismo y un escepticismo que abocan en una falta de compromiso social por parte de los gobernados. Esto es debido a que los miembros de cada colectividad tejen una red de expectativas recíprocas, cuyo buen funcionamiento dependerá del grado de confianza de cada cual en que los demás hagan lo que de ellos se espera. Pero cuando esto falla —sobre todo porque los dirigentes anteponen su ambición al interés colectivo– mengua la credibilidad en el estamento político y surge una crisis de desconfianza en la población.
Es en este contexto cuando se manifiesta el síndrome del individualismo fatalista, consistente en una tendencia del ciudadano a priorizar sus aspiraciones individuales por encima de sus deberes colectivos, y también el fatalismo de sentirse abocado a un destino que hace que parezca inútil cualquier tipo de queja o acción de protesta.
Conforme la corrupción va extendiendo sus tentáculos, surge a su vez un presentismo que tiende a promover actuaciones individuales influenciadas por la creencia de que el pasado y el futuro son irrelevantes y la creencia de que sólo el presente importa. Este fenómeno está estrechamente vinculado con la cultura de la inmediatez (búsqueda de placer inmediato en el presente) por el cual el individuo aspira a alcanzar metas cada vez más altas, conseguidas en menos tiempo y con apenas esfuerzo.
Un cóctel explosivo
Las perspectivas empeoran si al presentismo y la inmediatez se asocian factores como la crisis económica, tasas altas de desempleo, tendencia consumista a acceder a todo lo que se publicita en los medios, propensión a contraer créditos difíciles de asumir, conformismo ante un estatus de eternos adolescentes por parte de jóvenes desempleados con dependencia parental incluso en la treintena. Todo empeora si a estos factores se suma la proclividad al consumo de remedios que proporcionen gratificaciones inmediatas, como sucedes con las drogas o el alcohol, unas sustancias cuyo uso se asocia a la frustración, la falta de expectativas laborales y la desconfianza en el sistema social al que se pertenece. Cuando estos ingredientes se mezclan en una coctelera y quien la agita es un barman corrupto, el resultado es un trago amargo y difícil de asimilar sin sufrir las consecuencias.
Dos posibles reacciones: apatía por desencanto o activismo social
Conforme queda instaurada la corrupción en el sistema, se activa una cadena causa-efecto y surge el desencanto de unos ciudadanos que adoptarán posturas individualistas, presentistas y una apatía participativa en las cuestiones sociales, y también un abúlico ostracismo que frenará el ímpetu cooperante del individuo. Una de las consecuencias será una alta tasa de abstención cada vez que se convoquen elecciones, o sea, la apatía abstencionista por desencanto.
En un extremo diametralmente opuesto, la reacción a la corrupción puede materializarse en las antípodas de la apatía a través de movilizaciones ciudadanas encaminadas a implantar nuevos modelos sociales. Es lo que sucedió con el 15-M o movimiento de los indignados surgido a raíz de una manifestación de protesta llevada a cabo el 15 de mayo de 2011 y tras la cual, medio centenar de personas decidieron acampar de forma espontánea en la puerta del Sol de Madrid. Es resto es de sobra conocido y el boom de Podemos y sus partidos satélites, una de sus consecuencias.
Transformación sociocultural y recuperación del control de las instituciones
Ya en el capítulo de las conclusiones podemos inferir que lucha contra las prácticas corruptas debe ir siempre asociada a un plan de transformación sociocultural dirigido a prevenir (o combatir si ya se ha instaurado la mala praxis) la creencia fatalista de que la corrupción es inevitable e imposible de vencer.
Otro puntal en la sistemática de actuación contra la corrupción es la lucha contra el inmovilismo, a través de actuaciones encaminadas a recuperar el control de las instituciones y ofrecérselo –por cauces democráticos– a unos gobernantes honestos que estén sometidos a las leyes como cualquier otro ciudadano y que actúen como servidores electos y no como oligarcas despóticos, caciquiles, nepotistas y aferrados al poder y al dinero.
Igualmente, los ciudadanos que, bien por desencanto o bien por impotencia, opten por resignarse y no se sientan comprometidos con sus obligaciones participativas, deberán recapacitar y considerar que la batalla contra las injusticias sociales (como la corrupción) sólo se vencerá en la medida en que sean conscientes de que al asumir la corrupción como algo inevitable, están contribuyendo a perpetuarla y a una progresiva desintegración la sociedad.
Finalizaré estas reflexiones con la referencia a un artículo publicado por Baltasar Garzón en 2010 en El País en el que el juez sostenía la necesidad de "liderazgos valientes y decididos" para superar la indiferencia popular hacia la corrupción y abogaba por combatir la idea de que el esquema de partidos políticos precisa de una cierta dosis de ella, señalando además lo que consideraba como la clave para investigar y castigar a los corruptos: "Un poder judicial fuerte, independiente e inamovible".
Por Alberto Soler Montagud
Médico y escritor
05 de Febrero de 2016
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