18 feb 2016

Los obreros existen


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Sí,  sí, los obreros y las obreras aún existen. Aunque se vaya consolidando poco a poco la  interesada idea de que gracias a la transformación económica debida a la globalización, la implantación de las nuevas tecnologías y la modernización de la empresa, y pretendan que creamos que los obreros y los “viejos trabajos”, duros, repetitivos e insalubres, son cosa del pasado. Y que en las empresas de hoy todos son colaboradores, intraemprendedores o emprendedores, cuando no socios, ya que, gracias a la nueva organización del trabajo flexible, la calidad total y las nuevas tecnologías, el trabajo se ha adaptado a la persona, lo que habría convertido al “viejo obrero” en el nuevo trabajador creativo, autónomo y libre. Dicen que no hay razón de sindicatos porque ya no hay motivo para representar. Ni contraposición de intereses porque los intereses no son ya contrapuestos.

Los medios de comunicación, las películas (salvo excepciones, como la recién estrenada obra de arte francesa “LA LEY DEL MERCADO”) y las series de televisión nos suelen describir una sociedad sin trabajo y sus conflictos, donde la empresa se identifica solamente con sus ejecutivos y accionistas. Poco a poco, el trabajo ha ido desapareciendo de nuestra realidad cotidiana, como si ya no existiera el mundo productivo, como si la dureza del trabajo fuera algo de ayer, identificado sólo con aquellas antiguas fábricas textiles o la vieja siderurgia. 

Sin embargo, la realidad de nuestro mundo del trabajo es menos dulce. La explotación, la dureza, la precariedad y el autoritarismo siguen presentes en muchos ámbitos del trabajo. En algunos de los grandes centros de distribución y logística, en los hoteles limpiando habitaciones, en las residencias de la tercera edad, en las fábricas de manufactura, en las ingenierías y grandes empresas de las TICs, en el sector financiero y de seguros, en las cadenas de montaje, o en los falsos autónomos, etc.. Trabajos duros y condiciones precarias donde no sólo no han desaparecido los accidentes de trabajo, ni las horas extraordinarias que no se cobran (el 55,6% según El País 15-2-2016), ni la fatiga, sino que se ha sumado el mayor control que han aportado las nuevas tecnologías y también el estrés que provoca la generalizada inseguridad en el empleo.

Aunque se pretendan ocultar y se les niegue visibilidad, los obreros existen. Ahí están los millones de trabajadores y trabajadoras , incluidos los más cualificados,  con unas condiciones de trabajo que constituyen una pedrada en ese bonito escaparate de las nuevas teorías que  llenan libros y conferencias y que quieren hacernos creer que se ha superado el conflicto social en la nueva empresa, que nos explican los nuevos paradigmas en la gestión de las personas, la Dirección por Valores, la Responsabilidad Social, y el perfil del nuevo líder empresarial que entiende que el centro son las personas,  etc., etc. Unas teorías en realidad, por desgracia, aplicadas en una escasísima minoría de nuestras empresas y que poco tiene que ver con la realidad general del mundo del trabajo en nuestro país

Y para recordárnoslo ahí está de nuevo, un año más, el Índice de Calidad del Empleo, elaborado por la OCDE y publicado por Expansión el pasado 6 /2/2016. Podemos ver, como indica el titular, que somos el peor país para trabajar, y que la calidad de nuestro empleo es la peor entre los treinta y cuatro países desarrollados con una nota de 2,4, sobre 10, solo por delante del 1,5 de Grecia y lejos del 5,2 de Italia, del 6,4 de Francia y sideralmente lejos de Dinamarca, Alemania, Australia, Suecia, Noruega, Holanda, todos con una nota por encima de 8.

Veremos que tenemos una malísima nota, no únicamente por nuestras altísimas tasas de paro, y el elevado número de personas desempleadas de larga duración, que supera el 13%, frente a la media de la OCDE que no alcanza el 3%. Ni tampoco sólo por el elevado riesgo, el más alto, de perder el empleo. Sino también porque el salario relacionado con su valor de compra está muy por debajo de los países de nuestro entorno.

Una realidad, las condiciones de trabajo, que reclama una mayor atención por parte de la izquierda política, y para lo que hay que ir más allá del abstracto y genérico concepto de ciudadanía. Hay que incorporar, en el centro del discurso, la preocupación por el valor social del trabajo y sus condiciones, evitando que se separen, como está sucediendo, de la innovación.

Y aunque no parezca muy moderno, si la izquierda política, la nueva y la menos nueva, aspira a mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora, es preciso que vuelva a situar entre sus prioridades la necesidad de potenciar y reforzar la afiliación, la organización, la modernización del papel de los sindicatos en los centros de trabajo y la negociación colectiva. Porque es ahí, en gran parte, donde tenemos pendiente la principal revolución: modernizar la empresa y humanizar el trabajo.


Por Quim González Muntadas
Etica.Org.SL
15 de Febrero de 2016
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