29 may 2013

Tres siglos de mentiras políticas

Hoy, como en el siglo XVIII, “la falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella”

Se acaban de cumplir nada menos que 300 años desde la primera publicación del opúsculo El arte de la mentira política, falsamente atribuido durante siglos a Jonathan Swift. Y el lector contemporáneo, en estos tiempos de corrupción, no puede sino preguntarse si de verdad el ser humano cambia con el paso de los tiempos o si esa creencia es solo una ilusión.

En realidad, podríamos remontarnos mucho más lejos, 2.000 años atrás si hiciera falta, y volveríamos a vernos fielmente reflejados en cada uno de los textos del momento, como en espejos prodigiosos. Si no lo creen, piensen, por ejemplo, en aquel pasaje de Séneca en De la serenidad del alma, en el que criticaba a la gente que adquiría libros solo para adornar sus salones, pensando en lo decorativo de sus lomos, o en lo conveniente de sus títulos, sin considerar siquiera llegar a leerlos. Sin duda, gozamos de una pasmosa capacidad para perseverar en nuestra propia naturaleza.

Y así de pasmado y atónito se queda el lector de nuestros días, asediado por las noticias políticas y económicas del presente, y sin demasiado tiempo para ahondar en la historia, cuando se adentra en las páginas de El arte de la mentira política y descubre a su autor sopesando cuáles de las mentiras de los dos partidos entonces dominantes —los Whigs y los Tories— habían sido más creíbles en las últimas legislaturas.

Un autor que, por cierto y para colmo, no fue de manera alguna el señor Swift, sino su amigo, el mucho más reservado escritor escocés John Arbuthnot (1667-1735), médico de la reina Ana, quien a decir verdad disponía de una agudeza, un talento irónico e incluso un estilo muy semejantes a los del primero.


Ese autor, el verdadero, el doctor Arbuthnot, comienza el ensayo reflexionando sobre la disposición fisiológica de los hombres a la mentira y continúa proclamando que un arte tan útil y tan noble como el de mentir debería tener, al igual que el resto de las artes y las ciencias, su propia entrada en la enciclopedia. Y poder así servir de ayuda para todo político que pretenda alcanzar la gloria en los siglos venideros.

Su definición de la mentira política es sencilla y contundente: “es el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con un buen fin”. Y, de inmediato, pasa a facilitar una clasificación de los posibles tipos de engaños. Si bien la gente suele pensar que toda mentira es difamatoria, Arbuthnot distingue hasta tres clases de falsedades: la “mentira calumniosa”, que es la que trata de arrebatar a un hombre la reputación que se ganó justamente, por temor a que la utilice contra lo que se cree que es bueno para el pueblo; la “mentira por aumento”, que atribuye al personaje político mayor reputación de la que le pertenece; y la “mentira por traslación”, que transfiere el mérito de una buena acción, o el demérito de una mala, de una persona a otra.

Todo esto lo va trufando Arbuthnot de ejemplos y de consejos para que las mentiras funcionen mejor, se extiendan más rápido o duren más tiempo. Recomienda asimismo a los jefes de partidos políticos que no se crean sus propias mentiras, porque el exceso de celo en el ejercicio de este arte puede hacer que algunos se acaben persuadiendo de que lo que afirman es en efecto verdadero, y podrían terminar intentando resolver los asuntos de la nación según el dictado de las mentiras inventadas por ellos mismos. Algo que, al parecer, solía ocurrir a menudo.

Si un partido, apunta más adelante este analista del siglo XVIII, se hubiese excedido en el número y tamaño de sus mentiras, “para restablecer su credibilidad acordará no decir nada, durante tres meses, que no sea verdadero; esto les dará derecho a difundir mentiras durante los siguientes seis meses”. Aunque el propio autor se ve obligado a reconocer que, en la práctica, es imposible encontrar políticos capaces de semejante esfuerzo de contención.

Todo esto lo analiza John Arbuthnot en una época previa a la televisión, a las campañas mediáticas y a los debates de tertulianos, anterior a Internet, a los blogs, a los comentarios anónimos y a las redes sociales, en una era en la que ni siquiera se intuían las consecuencias del retoque fotográfico o la suplantación digital. Por suerte, ahora también contamos con los vídeos y las hemerotecas.

En el artículo que cierra el pequeño volumen, Jonathan Swift —ahora sí, el famoso escritor irlandés— sostiene que “al igual que el más vil de los escritores tiene sus lectores, el más grande de los mentirosos tiene sus crédulos: y suele ocurrir que si una mentira perdura una hora, ya ha logrado su propósito, aunque no perviva”. El ruido y la confusión harán su trabajo. Nada parece pues haberse alterado en estos últimos tres siglos recién cumplidos. Hoy, todavía, “la falsedad vuela, mientras la verdad se arrastra tras ella”.


Juan Jacinto Muñoz Rengel es escritor, su última novela es El sueño del otro.
28-MAY-2013

Abajo no está arriba, ni arriba está abajo



Quienes dirigen el mundo han acabado por robarnos el juicio y las palabras. Se divierten con ellas y nos subvierten su significado. Esta tergiversación de ideas, sujetos y verbos impregna todo lo que tocamos

Vemos a José K. inmerso en un trabajo que ahora conoceremos, más concentrado y afanoso que nunca, sin prestar atención a su emisora de siempre, rumor de fondo en su costroso transistor. Ha optado por quedarse en la mesa de la cocina —única, por otra parte— en el muy modesto tabuco en el que agota sus años de vejez. Íngrimo en su rincón, alejado de ruidos externos perturbadores, nuestro hombre avanza en su labor. José K., impactado por esta vuelta al siglo XX, o quizá al XIX, o al XVIII, o incluso al XVII o el XVI, a los que nos lleva el ministro Wert y su vuelta a la asignatura de religión, ha decidido preparar un esquema para un próximo libro sobre la materia que se podría dar, por ejemplo, en todos los centros de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Ya lleva pensados algunos capítulos. Tal que la Historia del Vaticano. Ha quedado para más adelante la descripción sobre algunas fruslerías recientes como la del banco Ambrosiano y el ahorcamiento de Roberto Calvi, que se ha quedado enredado José K. en aquellos memorables días en los que los cardenales, directamente, se asesinaban los unos a los otros mientras ponían al frente de la Iglesia a hijos, hijas, queridas y mantenidos. Otro capítulo entretenido podría tratar sobre la Santa Inquisición, métodos y utensilios de tortura, tan eficaces para arrancar senos, romper brazos o arrancar jirones de carne con el misericordioso fin de salvaguardar la fe verdadera: los aplastacabezas, la bota española, el cepo, la cuna de Judas, la silla del interrogatorio, el potro. Por último, está pensando en cómo explicar con detalle el impúdico apoyo de la jerarquía católica a la mugrienta cruzada de Francisco Franco, aquel glorioso general que tras fusilar a miles de españoles entraba en las catedrales bajo palio y al que los cardenales rendían pleitesía medieval. ¡Claro que es conveniente que nuestros infantes estudien tan piadosas gestas!.

La sintonía del boletín informativo le saca de su ensimismamiento, cual perro de Pavlov, y presta oídos a la actualidad. En mala hora lo hiciera, que otra vez se le revuelven los higadillos y la pajarilla se le arrebola por los adentros. Porque quienes dirigen el mundo han acabado por robarnos, además, el juicio y hasta las palabras. Se divierten con ellas y nos subvierten su significado para que justicia siempre sea lo que les beneficia a ellos y delito lo que a ellos les perjudica. La misma piedra es una joya cuando sale de sus manos, y un simple pedrusco cuando llega a las tuyas. De su lado los campos feraces, del nuestro el barbecho. La culpa, finalmente, como el fracaso, son siempre nuestros, que la recompensa y el éxito siempre premian a los suyos.

José K. quiere que la asignatura de religión incluya la Inquisición y el apoyo a Franco
De Wert y la asignatura de Religión, verbigracia, hablábamos. ¿Es una muestra de arcaico y retrógrado clericalismo esa imposición? No, en absoluto. Es anticlericalismo rancio y añoso oponerse a ella. ¿Queda claro? Este malabarismo de conceptos, esta tergiversación de ideas, sujetos, verbos y predicados impregnan todo lo que tocamos. ¡Cómo será de obvio y manifiesto el hurto, la ratería, el latrocinio, que hasta una princesa —¡una princesa, allá en las alturas!— se ha dado cuenta de la existencia de tanto vampiro!

Insta José K. a seguir el razonamiento de Slavoj Žižek a propósito de la condena en Rusia a las Pussy Riot: “Hay dos tipos de cinismo, el cinismo amargo de los oprimidos que desenmascara la hipocresía de aquellos en el poder, y el cinismo de los propios opresores que violan abiertamente sus propios principios proclamados”. ¿Piden ustedes muestras? Con gusto. Fíjense qué enorme violencia la de esas decenas de ciudadanos que se acercan —solo se acercan— a la vivienda del señor ministro de Justicia a pegarle cuatro gritos y enseñarle unas pancartas. Intolerable, claro: una terrible coacción a la libertad del ministro y de su familia. Por contra, cuánta paz encierra la decisión de Alberto Ruiz-Gallardón de negar a la madre que haga lo que crea conveniente con su vientre. Qué ausente de violencia se muestra la decisión del ministro y todo el Gobierno de obligar a esa madre a convivir —ya sea un día o 30 años— con un ser no querido, haya nacido o no con tal o cual enfermedad. ¿Esos católicos que tanto presumen de amar y respetar al prójimo, por qué obligan —sí, obligan con la violencia de la ley— a tener que aceptar sus creencias sobre algo tan alejado de las competencias de los obispos como la biología? Porque el adusto Antonio María Rouco Varela no parece ser un experto investigador de zigotos, mórulas, blástulas y embriones.

¿Cómo es posible que luzcan como grandes genios de las finanzas esos egresados de carísimas escuelas de negocios, que día sí y otro también inventan productos financieros a cuál más complejo para que los bancos que les pagan —con obscena generosidad— puedan engañar más y mejor a sus usuarios y guapear sus socaliñas? ¿Por qué la culpa es del incauto endeudado que se pringó de por vida, se pregunta José K. al borde de la apoplejía, y no del delincuente que vendía basura envuelta en papel dorado? Loado y listísimo quien vendió engaños; culpable, malquisto y bobón quien los compró. Con gran dolor ha observado nuestro hombre que los segundos andan ahora rebuscando yogures caducados en las basuras de los supermercados, mientras los primeros siguen mandando, dirigiendo y ordenando la circulación. Y además, insultan a los más angustiados y empobrecidos: manirrotos, les dicen. Imprudentes, les afean.

Lucen como genios de las finanzas quienes inventan productos para engañar a los usuarios
Así llegamos a que los jubilados sean unos insensatos que ponen en peligro el equilibrio financiero del mundo occidental porque piden, gentuza insolidaria, que no les bajen su ya magra pensión o, al menos, que se ajusten a la subida del IPC. Pero en cambio, qué injusto y disolvente —cosas de rojos irredentos— exigir, supongamos, una tasa a las operaciones financieras, una décima de más en las Sicav, o un mayor control fiscal a las grandes fortunas. ¿Qué tal si apretamos un poco las desorbitadas ganancias de ciertos empresarios textiles —espejos de emprendedores— que hacen blusitas en edificios infectos de Bangladesh? Ya sabe José K., ya, que es muy feo decir estas cosas. Una grosería, una muestra de intemperancia. Lo que le asombra es que sea mucho peor denunciar el crimen que cometerlo. Porque los culpables, no hay más que tener ojos, son quienes promueven o mantienen con su acción o falta de ella, tantas y tantas injusticias. Y no, en absoluto, los damnificados por ellas o quienes, adoloridos, claman contra tanta infamia.

Y ahora, en medio de todos estos desmanes, surge un doloroso trabajo extra, que hay que ver lo acongojados que están Gobiernos y banqueros porque acaban de descubrir que en el mundo existen, qué sorpresa, ciertos lugares de nombres encantadores donde unos desaprensivos depositan miles de millones de euros, sin pagar por ellos ni un céntimo en impuestos ni cosa que se le asemeje. Los llaman, qué bonito, paraísos fiscales. Y es allí donde al parecer, los pobres del mundo guardan sus ahorros. ¡Cuánto trabajador, cuánto pequeño empresario, cuánto autónomo esconde sus miles de millones en las islas Jersey, por citar una simpática localización! Avariciosos y canallas que privan a sus conciudadanos de unos impuestos que permitirían, por lo menos, acabar con la pobreza.

Porque quién va a creer —anatema— que son esos mismos banqueros y esos mismos gobernantes que tanto sufren —pobres— y que tanto se preocupan por nosotros, los culpables de esa infamia, de esa indecencia cósmica. Oh, no, de ninguna manera, se dice José K., sonrisa de hiena, que anoche, antes de poner término al detallado libro para Wert, había echado un vistazo, una vez más, a su muy querida Alicia:

—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca.

—Oh, eso no lo puedes evitar. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

-—¿Cómo sabes que yo estoy loca?

—Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.

(Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll).

JOSÉ MARÍA IZQUIERDO 
28 MAY 2013 
LA CUARTA PÁGINA. EL PAÍS  OPINIÓN

16 may 2013

Vivir por encima de nuestras posibilidades

La socialización de la culpa libera de responsabilidad a los que causaron la crisis



“Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta”. 
Artículo 135 reformado de la Constitución


El 7 de septiembre de 2011 el Senado aprobaba la reforma del artículo 135 de la Constitución Española limitando el techo de gasto de las Administraciones según los márgenes establecidos por la Unión Europea. Límite fundamentado por la necesidad de salvaguardar la “estabilidad presupuestaria”. Sin embargo, bajo este propósito queda enquistada en nuestra Carta Magna la obligación de satisfacer el pago de la deuda como objetivo prioritario de la gestión pública con independencia de otras necesidades. Al tiempo, fija en el cuerpo social el estigma de lo público como algo gravoso cuyos excesos hay que vigilar y limitar. “No se puede gastar lo que no se tiene”, dirá después Rajoy. En realidad, este supuesto dispendio, amplificado por los casos de corrupción y despilfarro que han creado tanta alarma mediática y social, es en gran medida el resultado de subordinar la financiación de la deuda al juego especulativo de los mercados financieros.

Pero este cuadro no tiene nada de frío diagnóstico económico. Encierra una estrategia política doble: establecer una estricta correlación entre deuda y recortes (sociales, se entiende) y trasladar el peso de la deuda sobre la conciencia colectiva. Como ya experimentan las sociedades griega, portuguesa y española, el tándem deuda / recortes ha entrado en un círculo vicioso cuya única solución sería purgar al Estado por su obesidad mórbida. Es decir, acometer “reformas” estructurales que corregirían el derroche de lo público hasta equilibrarlo con la eficacia de lo privado. Porque ahí donde se elimina gasto social aparece, casualmente, un nicho de mercado. Esta idea no sería compartida o soportada si no fuera legitimada por la segunda estrategia: todos somos deudores y debemos responder por ese déficit. Invocación a la autoinculpación dialécticamente atrapada en la telaraña de la corresponsabilidad colectiva: “Sin las renuncias parciales de cada uno la recuperación de todos es imposible”, asegura nuevamente Rajoy. Esta “socialización de la culpa” se ha revelado una coartada realmente eficaz, pues exime a los verdaderos causantes al diluir sus responsabilidades en el conjunto de la ciudadanía. Es lo que salmodian algunos voceros desde distintas instancias del poder: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. La frase merece ser diseccionada, pues en su inclusión enunciativa y ambigua ejemplaridad encuentra su mayor consenso: “yo”, el que la pronuncia, también me señalo y con ello refuerzo la admonitoria responsabilidad; aunque eso sí, sin determinar la mía. Además, revela un diagnóstico sobre el pasado y un designio sobre el futuro: antes disfrutábamos de una prosperidad inmerecida que ahora debemos pagar. Pero hay más, equipara ese hipotético exceso de bienestar colectivo para que el castigo sea asumido en igual medida.

Ya sabemos que ahora trabajar más es sinónimo de ganar menos
Y, ciertamente, la culpa y el castigo inspiran buena parte de las medidas que los gobernantes adoptan actualmente. En este punto, los discursos oficiales y su vocabulario (sacrificios, austeridad, rigor, medidas dolorosas, esfuerzos...) han conseguido una gran aceptación: cuando la culpa se comparte resultan más cercanas y cotidianas las causas de la crisis. Es más, se puede aplicar una estigmatización selectiva de la sociedad (por gremios, edades, condición social), jaleada por una suerte de rencor hacia el otro, que hace razonable su castigo (aunque sea el más necesitado) y tolerable el propio. Se penaliza a los trabajadores que enferman descontándoles parte de su sueldo, se penaliza a los enfermos que “abusan” de las medicinas y los tratamientos, se penaliza a los estudiantes repetidores incrementándoles las matrículas... Una lógica que siempre admitirá una vuelta de tuerca más al investirse de discurso moral, circunstancia que ya advirtió Max Weber a propósito del influjo de la ética protestante en el capitalismo. No solo eso, legitimada su aplicación como signo de buen gobierno, naturaliza sus efectos: todo castigo debe someter al culpable a la experiencia purificadora del dolor. “Gobernar, a veces, es repartir dolor” sentencia Gallardón. Las consecuencias de este “sufrimiento inevitable” no se han hecho esperar: un alarmante incremento de la pobreza, la desigualdad y la exclusión social, según revela el último informe FOESSA (Análisis y perspectivas 2013: desigualdad y derechos sociales).

Desde el “discurso de la deuda”, todo ello no sería más que un sacrificio necesario y la constatación de que los expulsados del sistema no se han esforzado lo necesario (por tanto, se les puede abandonar a su suerte). Porque nunca es suficiente: “Tenemos que cambiar y ponernos a trabajar más todos porque, de lo contrario, España será intervenida”, nos diagnostica Juan Roig, el adalid de la “cultura del esfuerzo” a la china. Y ya sabemos que ahora trabajar más es sinónimo de ganar menos. De ahí que la sombra de la mala conciencia se cierna también sobre las negociaciones salariales. Aceptar la reducción del salario es admitir implícitamente esa supuesta parte de responsabilidad en la crisis y asumir como propia, cuando no hay acuerdo, la decisión del despido de otros trabajadores.

En el círculo vicioso de la deuda, 
la única salida posible parece ser 
la austeridad
Un peculiar sentido de la responsabilidad que llevaba al PP a establecer un insólito silogismo el pasado 14 de noviembre con motivo de la huelga general. Ese día, el argumentario distribuido entre sus dirigentes afirmaba: “La huelga general supone un coste de millones de euros que podrían destinarse al gasto social”. Es decir, los huelguistas serían culpables no solo de lo no producido (con el consiguiente perjuicio para la marca España), sino de que su montante económico no se hubiera traducido mágicamente en gasto social. En suma, sus reivindicaciones irresponsables quedarían deslegitimadas por insolidarias. Apurando esta lógica, cualquier reivindicación o protesta sería un gesto de desobediencia irresponsable a ese nuevo orden dictado desde el rigor presupuestario y la contención salarial.

Y es que, en ese círculo vicioso de la deuda, la única salida posible parece ser la austeridad, un dogma moralmente irreprochable, que promete llevarnos a la expiación económica. Bajo sus designios el Estado quedaría paulatinamente liberado de todo compromiso social y el individuo a merced de la mercantilización de todos los servicios públicos. No solo eso, al igual que en los tiempos de bonanza el crédito alimentaba nuestros sueños de prosperidad, la deuda hipoteca ahora las perspectivas de futuro: paro o empleo precario a cambio de pensiones exiguas o privatizadas para disfrutar cada vez más tarde. Un destino determinado por lo que el filósofo Patrick Viveret denomina “sideración económica”: no hay otra alternativa y hasta las víctimas lo creen así y aceptan su condición.

Paradójicamente, en este marco conceptual apenas se menciona a los propietarios de “nuestra deuda”, ¿quiénes son y por qué les debemos? ¿Cómo han logrado reescribir nuestra Constitución? Es comprensible que no se pronuncien sus nombres o se muestren sus rostros. Los que gobiernan al dictado de sus designios también les deben mucho.


Rafael R. Tranche es profesor titular en la Universidad Complutense de Madrid.

14 may 2013

cinco notas sobre el bipartidismo





1. El bipartidismo es sólo un síntoma. El PPSOE es la marca blanca de la coalición de élites económicas y sociales que ha dominado la política española desde la Transición. Cuando le preguntaron a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor logro político respondió: “Tony Blair”. No era ninguna bravata. Thatcher logró que el neolaborismo adoptara la mayor parte de su programa. En España eso nunca ha sido necesario. Felipe González asumió el programa neoliberal con un entusiasmo atlético. Sencillamente ahora se nota más porque la economía se ha hundido. La verdad es que las políticas económicas del PP y el PSOE han sido de una continuidad extrema y ese es el sentido de la alternancia entre ambas siglas.

2. El bipartidismo es una consecuencia directa del sistema electoral español, que fue diseñado con ese objetivo por el postfranquismo. Básicamente es una estrategia para excluir de la toma de decisiones políticas cualquier medida que cuestione el estatus y los beneficios materiales de las élites. En las tres últimas décadas ha habido encendidas polémicas sobre el aborto o el terrorismo, pero ni una sola palabra sobre la transformación de nuestro sistema fiscal para que los ricos literalmente no paguen impuestos. Esa es la causa del deterioro de la vida política, no el hecho de que solo haya dos partidos con opciones de gobierno. Las cosas pueden continuar igual en escenarios más plurales e inestables, como el vodevil italoargentino que se avecina: una sucesión de escándalos que convenza a la gente de la oportunidad de un paréntesis tecnocrático, o sea, de que gobierne directamente la oligarquía económica sin la pantalla de humo del bipartidismo.

3. Tal vez deberíamos probar a preguntarnos en serio para qué sirve una democracia. La democracia es una apuesta radical por la igualdad, no un servicio universal de atención al cliente. Tiene algo de locura, si uno se para a pensarlo. Significa que el majadero ese del Porsche Cayenne, la tía que suelta a un par de pitbulls en un parque con niños o los canis del centro comercial tienen el mismo derecho a intervenir en la vida pública que tú. La izquierda histórica supo procesar esa idea escandalosa para que resultara factible y deseable. Identificó una coalición de intereses de todos los trabajadores y creó afinidades comunitarias muy intensas. No creo que ese programa se pueda recuperar sin más, pero tenemos que reemplazarlo por propuestas antielitistas igualmente ambiciosas.

4. Da la impresión de que ahora mismo mucha gente está dudando. Por una parte seguimos aferrados a la fantasía de la clase media que nos han inculcado Los Serrano y El Corte Inglés. Esa idea de que si estudias mucho o trabajas en serio o te compras unas gafas de pasta y aprendes inglés te vas a librar de la pobreza y de los caprichos del mercado laboral. De los restos de esas falsas promesas que han constituido el núcleo del programa del PPSOE se está nutriendo, sobre todo, UPyD. Por otra parte, hay señales que anuncian un nuevo antielitismo. Nos estamos dando cuenta de que una hipoteca usuraria, un segundo coche o la ropa cara y ridícula no alteran nuestra situación social. Pero aún es una tendencia muy tibia. Incluso lo expresamos en términos cuantitativos: somos el 99%. Como si sólo fuera una cuestión numérica, una especie de error contable a la hora de atribuir los costes y beneficios de la vida social. Y no es así. El igualitarismo nos debería transformar por completo, porque tiene que ver con la comprensión de que la construcción del espacio público democrático es un extraño cóctel de autonomía, fraternidad y ayuda mutua.

5. Me temo que es algo que ha entendido muy bien la extrema derecha, que está manipulando y degradando esas pulsiones igualitarias. Todo el mundo se ríe de los neonazis griegos en vez de preguntarse por qué mucha gente normal apoya a esos payasos con pinta de extras de un vídeo de Rammstein. La nueva extrema derecha hace un análisis erróneo y malvado de la situación de los trabajadores y propone soluciones inmorales y estúpidas, pero al menos no se desentiende de esos problemas. Los partidos y sindicatos mayoritarios no sólo nos han vendido un mundo de ilusiones meritocráticas sin relación con la vida de la mayoría, por el camino han deslegitimado el proyecto igualitarista de la izquierda no institucional.

César Rendueles
profesor en el Departamento de Teoría Sociológica de la Universidad Complutense de Madrid.-
1-Mayo-2013

Narraciones oficiales


«Esto no es crisis, se llama capitalismo», sobre la fachada de la antigua sede del banco Banesto, en Plaça Catalunya, ocupada en septiembre de 2010.       Fotografía: Ona Bros

Era difícil confiar en que todo iba a salir bien cuando había que limpiar a fondo el horno. Nos poníamos guantes y mascarilla para no respirar el olor tóxico del producto desengrasante y viscoso azul. Así empezábamos el día, limpiando una mezcla de grasa, fragmentos de mozzarela y gruyère carbonizados, junto a algún que otro trozo apenas identificable. Poníamos un cd sobre el que habíamos escrito canciones ñoñas con rotulador permanente rojo, estribillos que nos hacían conjurar los fantasmas de la tristeza que en cualquier momento podían aparecer allí, entre productos de limpieza, estropajos y agua sucia. Había que esforzarse por mantener a distancia los fantasmas. No sé cómo lo conseguíamos. Mientras raspábamos restos de queso carbonizado, sonaba un animado “It's got to be perfect”. No era fácil convencerse de que algo iba a salir bien --menos aún que iba a ser perfecto-- limpiando el horno, pero el ritmo alegre nos hacía canturrear que sí, que todo iba a ir bien, y pensábamos en la vida que no teníamos y en la que teníamos: la preocupación constante de no llegar a fin de mes. La primera frase de la canción siguiente repetía en inglés en mi lugar, en mi lugar... y la cantábamos también, inventándonos el significado que queríamos, porque aquel horno se parecía bien poco a un lugar, era, si acaso, un saliente rocoso cualquiera al que agarrarse en plena caída libre. Cada día estábamos más convencidas de que debíamos soltarnos. Todas acabamos haciéndolo.
Según el relato oficial, la crisis comenzó con la caída de Lehmann Brothers, en 2008. No sé cuál es el nombre oficial de lo que sucedía antes de la crisis. Años antes, me refiero. Si era diversión, bienestar, normalidad o qué exactamente. Los empleos precarios a los que teníamos acceso no son mencionados en la narración oficial, ni los sueldos escasos, ni lo caro que era vivir, ir al cine, comer variado. Que todo vuelva a ser como antes, nos hacen desear ahora, mientras escriben el cuento del antes y el después, siempre traicionando el tiempo.
La narrativa oficial sólo trata de encajar sus piezas, esas piezas que son nuestras vidas. Su funcionamiento me recuerda a aquellas canciones que utilizábamos para conjurar la amenaza de nuestros fantasmas en la cocina. Los estribillos repiten hoy paciencia, sacrificio, espera, fe. Todo pasará, la tristeza, la crisis, todo se va a solucionar. Nuestra amenaza en la cocina era empezar a llorar o gritar, porque allí los vasos eran de plástico, las bandejas metálicas. No había nada de cristal. Sin nada que romper, sólo podíamos hacer ruido, sencillamente sollozar. El relato político de la crisis nos ancla ahora en la estructura de la espera, nos hace confundir las isobaras del parte meteorológico con los pronósticos de alza o descenso del IPC. Acabamos canturreando que todo cambie, en lugar de cambiémoslo todo. ¿Hasta cuándo seguir esperando? ¿Cuáles son los fantasmas que conjuramos ahora?¿Nos decidiremos definitivamente a romper el poder hipnótico de las narraciones oficiales?
Cuando acabábamos de limpiar el horno, aún quedaba el suelo. Había que tener cuidado de no resbalar. Nos sacábamos los guantes, la mascarilla y aún después había que cambiar el calzado, limpiar bien las suelas de los zapatos. El horno quedaba así listo para volver a ponerse en marcha.
Hoy no es el horno, es este cuerpo el que se pone en marcha y se quema, va quemándose lentamente. Este tiempo es mío, me digo arrancando unas pocas horas al día, raspando los restos, agarrando estas palabras. Ésta es mi narración.
Por Anfigorey
13/Mayo/2013

13 may 2013

Nadie ha dicho que sea fácil


Nadie hubiera imaginado que una sociedad fuera capaz de soportar tantos atropellos –y de tal calibre– sin estallar masivamente de rabia. Nada más injusto que juzgar a una ciudadanía en bloque, sin tener en cuenta las distintas actitudes que en ella conviven, pero sí es cierta la existencia de una mayoría decisiva que no se mueve. Prácticamente la misma que solo ve dos únicas alternativas convencionales y piensa que ya no hay salidas y ahora toca “aguantar”, en lo que he venido en denominar actitud percebe.

El problema –nos dicen– es que “no es fácil” encontrar otras soluciones. Esta sociedad se ha apuntado a la ley del mínimo esfuerzo como a un dogma inapelable. No solo la nuestra, está ocurriendo en buena parte del mundo sojuzgado por el neoliberalismo. Una ideología que, en sus inicios, propugnaba precisamente el arrojo y la asunción de riesgos como filosofía de vida y ahora expande el miedo a la libertad. Islandia es ejemplo paradigmático. Cuando ya tocaban con la mano el final de su amarga travesía, olvidan el origen de sus sinsabores y vuelven a votar a los causantes de su derrumbe. Es que lo están pasando mal, han de aceptar sacrificios para salir del atolladero y se aferran a un pasado que se idealiza. Los años en los que se mantuvieron haciendo cabriolas en el aire sin pisar tierra y gestando lo que inevitablemente iba a producirse: darse de bruces contra el suelo. 

Sea o no sea una maniobra calculada, lo cierto es que gran parte de los ciudadanos tienden a comportarse como si estuvieran condicionados a eludir cualquier sufrimiento inmediato aunque sea mayor el que habrá de venir si no se toman medidas, o con mucha más precisión: cualquier responsabilidad. Una educación en el infantilismo que en España se agrava por su historia y los cuarenta años de dictadura dedicada concretamente a ese objetivo. El de crear seres dependientes, incapaces de salirse del cauce marcado y precisados de tutela. A la altura de quienes lo diseñaron. Dirigentes de tan escasas luces como profundamente mezquinos. Eso es lo más patético: la infinita  mediocridad de los caudillos que nos sojuzgan, hoy como ayer.

Imbuida la mayoría en la búsqueda de soluciones “fáciles”, asistimos a preguntas en las que se pide dar en un minuto o dos la salida a la crisis. Rápido, claro, y que no cueste mucho trabajo entender. Si hablamos de ponerlas en práctica, entonces invade un agotador cansancio preventivo.  Esfuerzos ni uno, yo quiero que me traigan a casa el remedio y empaquetado con un lazo para que me haga más ilusión. El percebe en su roca abriendo la boca para comer el plancton que pasa.

Claro que no es fácil. Se trata de revertir por completo las políticas que se están siguiendo. Solo para empezar a hablar hay que arbitrar que todos paguen impuestos proporcionales a su renta. Prohibir los paraísos fiscales y perseguir a los defraudadores. Si estamos hablando de entre 16 y 24 billones de euros el monto de lo evadido, ¿cómo puede nadie practicar el mínimo recorte a los ciudadanos permitiendo ese escandaloso agujero negro? Un tercio de la riqueza mundial. ¿Cómo pueden consentirlo personas hechas y derechas para ellos y para sus hijos?  Ni un euro público más a los bancos por otro lado. Si tienen problemas, se toma el control para ponerlos realmente al servicio de los ciudadanos y que faciliten préstamos. Fin de los créditos del BCE al 1% mientras ellos los cobran en torno al 10%. Si es libre mercado que lo sea de verdad. Devolución y pena a los robos de la corrupción, con responsabilidad subsidiaria del partido que “nos los presentó” incluso. Cobro a la Iglesia católica de los impuestos que le corresponden como cualquier institución o ciudadano. Control y un buen expurgue de “asesores de libre designación”. Inversión en el sector público que no solo proporciona empleo, sino bienestar a las personas. Recuperación también de todo el patrimonio y servicios públicos privatizados. Inversión del dinero recobrado en medidas de estímulo a la economía. Solo con alguna de esas medidas –ni siquiera con todas– no sería preciso recorte alguno y el conjunto de la sociedad viviría mucho mejor. Se propiciaría el crecimiento cuyos beneficios han sido taxativamente probados. Tanto como la perversión del austericidio o la imaginaria autorregulación del mercado.

¿Una caricatura? ¿Una ingenuidad? ¿Mayor que la de tragar sin obtener sino palos y tijera? No es fácil, no. Una vez trincado el botín, no quieren soltarlo, sean cuales sean las víctimas de estas políticas. Pero todavía parece más difícil soportar que resten la sanidad –es decir, el cuidado de la salud– con resultado de enfermedad, malestar, infelicidad o muerte. Y todo para crear una nueva burbuja especulativa, nido de nuevas corrupciones, como alertaba The New York Times, a costa de algo tan preciado e insustituible como la vida. O la educación. O la Seguridad Social y las pensiones. ¿Hasta dónde se puede poner el listón de “aguantar” las mermas? ¿Hasta la muerte? ¿Hasta el futuro de las nuevas generaciones? Y en derechos civiles ¿hasta la rendición absoluta de la condición de ciudadanos libres?

Esa minoría depredadora que está destrozando la sociedad en su provecho, está organizada. Y sabe lo que quiere. Las víctimas no. Tampoco les hubiera sido fácil a ellos lograr su objetivo a no ser por la inacción de los ciudadanos. Deben reír asombrados de que se engulla todo, hagan lo que hagan.  Hay algo rigurosamente cierto: cuantos más sean quienes se pongan a trabajar por el cambio preciso… más fácil será lograrlo. Ya hay algunos, muchos, que nadan para remontar los acontecimientos… cargando a sus lomos con el peso de los inertes. Dejen, encima, de ofenderlos. Y sepan que cuanto más se tarde en reaccionar, menos fácil, más difícil, será restituir siquiera lo perdido. 
08/05/2013

11 may 2013

El fascismo del otro

A estas alturas no es necesario insistir respecto a la mala fe, la indignidad y finalmente la criminal tergiversación histórica que supone asemejar a las prácticas del nazismo los escraches de la plataforma contra los desahucios o, más en general, las expresiones de protesta y de disidencia contra el gobierno y/o contra el régimen.
Pero no deja de ser llamativo que esa infamación invoque la forma que prototípicamente adoptó el fascismo en Alemania y no la que tuvo en España. ¿Por qué la consigna de la calle Génova, de Cospedal para abajo, es utilizar “nazismo” y “totalitarismo” (epíteto éste último que se extiende también a lo que ellos entienden por comunismo) como calificaciones denigrantes y no la más próxima y quizá reconocible de “falangismo”?
La respuesta es tan obvia que hasta avergüenza tener que explicitarla: estos fervorosos antinazis de la derecha que está devastando económica, social y moralmente al país con fanatismo semejante al que llevó a Franco a inundarlo de sangre, jamás han condenado el falangismo, el franquismo o su glorioso movimiento nacional, ni han expresado el menor reconocimiento a sus cientos de miles de víctimas. Invocar el nazismo significa apelar al consenso casi universal que sanciona una atrocidad suprema de la historia, pero también presupone dejar en la sombra, es decir, encubrir, la barbarie del fascismo español. Esta derecha tan antifascista se identifica de facto con el lugar enunciativo (político) de los fascistas innombrables, los “nuestros”, es decir, los suyos. Y si algún día se les despistara la consigna de la calle Génova podrían llegar a decir: “es que los falangistas no acosaban a los republicanos en sus casas. Se limitaban a sacarlos de ellas y fusilarlos en la cuneta más próxima”. Lo dirían sonriendo.
Por Gonzalo Abril
24/04/2013

Ni ETA ni cefalópodos: diez mitos y una verdad sobre el aborto

Abortosisantiburgos
Mensaje en el vientre de una manifestante a favor del derecho al aborto, por Santi Burgos.

El debate del aborto echa chispas mucho antes de tener siquiera un anteproyecto de reforma legal que debatir. Porque anuncios ha habido muchos, más o menos confusos, pero la hora de presentar una propuesta concreta se dilata desde el principio de la legislatura, cuando Gallardón sorprendió dando prioridad a la reforma.

Los clichés no funcionan siempre en este asunto, en el que se enfrentan lo ideal y lo razonable, visiones distintas de cuándo comienza lo humano y hasta dónde llega la libertad de la mujer, un peso histórico de la tradición religiosa frente al ejemplo de tolerancia legal en la mayoría de países avanzados. Muchos ingredientes para el simplismo, zonas grises, sensibilidades heridas. Personas que lo tienen muy claro no se han visto en el dramático dilema. Hay quien no aprueba el aborto, pero tampoco que se encarcele a quien llega a esa situación. No puede ser simple la solución a un problema complejo.

No es fácil debatir sobre el aborto tampoco dentro del PP. Buena parte de la derecha, la más laica, se echa las manos a la cabeza pensando en las consecuencias del plan de Gallardón para volver al aborto bajo prescripción médica rigurosa y sin aceptar como causa una malformación, por severa que sea. La idea de volver a ver a mujeres citadas al cuartelillo o sentadas en el banquillo chirría a muchos militantes y simpatizantes; también que se reabra el puente aéreo a Londres. Son muchos quienes no entienden que se abra ese frente, que no parece una prioridad de la ciudadanía, justo ahora, en un momento de emergencia económica y con demasiados conflictos abiertos.

Los dos portavoces parlamentarios del PP, Alonso y Hernando, se han desmarcado abiertamente del plan de Gallardón; Cospedal evita apoyarlo; Rajoy y Santamaría no se mojan o son ambiguos. Luego aparece Fernández Díaz soltando eso de que "el aborto y ETA tienen algo que ver, pero no demasiado". Faltaba la diputada Beatriz Escudero, que tuiteó lo de que hoy se defiende más "a los cefalópodos y mamíferos porque sufren" que a los no nacidos. La parlamentaria que fue apercibida por el partido no fue ella, sino Celia Villalobos, multada por ausentarse del Congreso para no votar una moción del PSOE contra la reforma de Gallardón.
Tampoco es que la izquierda vea este asunto de una única manera. Fue el PSOE quien reguló el aborto en España las dos veces que se ha hecho. Primero en 1985, con Felipe González en La Moncloa, con la despenalización de tres supuestos: riesgo para la madre, malformación o violación. Los intentos de introducir el cuarto supuesto (el del "conflicto personal") no cuajaron en 1995 porque acabó la legislatura sin su aprobación definitiva, pero Zapatero completó en 2010 el cambio de modelo e introdujo una ley de plazos. Con ella, el aborto es libre durante las primeras 14 semanas, condicionado a supuestos (riesgo para la mujer, malformación) hasta la 22 y restringido tras ese plazo a casos muy excepcionales (como un feto sin cerebro, condenado a morir al nacer) que evalúa un tribunal médico. Desagradó a algunos sectores socialistas la insistencia en definir el aborto como un derecho (la ley se refería en realidad al "derecho a elegir la maternidad"), porque prefieren verlo como un mal menor. Algunos (pocos) objetaron que las menores puedan decidir sin sus padres. Pero con el modelo de plazos en sí no hubo gran debate, porque se entendió que es el dominante en Europa. El más claro y transparente.
.
Abortonoalejandroruesga
Máscaras a lo 'Viernes 13' en una protesta antiabortista en Sevilla, por Alejandro Ruesga.

Enredado el debate del aborto en las contradicciones entre quienes se supone decidirán la reforma, y con la izquierda y las organizaciones de mujeres dispuestas a dar la batalla, convendría al menos saber de qué estamos hablando. Con ese fin pretendo aquí aclarar algunas confusiones.

1. Una ley más restrictiva evitaría miles de abortos. Falso. Ese titular apareció en un diario nacional pero no se sostiene. Una ley que impida abortar legalmente reduciría, obviamente, el número de abortos legales, pero aumentaría los clandestinos o en el extranjero. Un estudio de la OMS publicado en la respetada revista médica The Lancet en 2012 confirmaba que la tasa de abortos no es inferior, más bien al contrario, en los países que lo prohíben. Los abortos se practican allí en la clandestinidad con grandes riesgos sanitarios para la mujer. Pero se practican.

2. Una ley de plazos es más permisiva que la de supuestos. Según como se mire. Es más permisiva en el sentido de que no obliga a la mujer a dar una justificación (la más socorrida era el riesgo psicológico) en abortos en el primer trimestre de gestación. Pero la ley de 2010 es mucho más restrictiva para practicar abortos en embarazos avanzados, al introducir el criterio de la viabilidad fetal. Esto implica que incluso en caso de riesgo grave para la madre, un feto de más de 22 semanas no puede ser eliminado si hay posibilidad de sacarlo adelante (porque la medicina ha mejorado mucho la supervivencia de los neonatos prematuros). Sin embargo, con la ley anterior podía alegarse riesgo psicológico en cualquier momento del embarazo, porque la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 que tanto invoca Gallardón eliminó los límites temporales al aborto por peligro para la madre. Si a usted no le parece lo mismo un aborto el primer mes de gestación que en el octavo, puede considerar la ley de plazos más garantista para el no nacido. Otro ejemplo: el Reino Unido tiene una ley de supuestos tan amplia que en la práctica es de plazos. Durante décadas ese país ha recibido a mujeres llegadas de otros países para acogerse a ella. Francia, Alemania o Italia tienen leyes de plazos.

3. La reforma de Gallardón pretende volver al modelo de 1985. Incierto. El ministro ha hecho saber que no se considerará la malformación del feto como causa de aborto, lo que acaba con uno de los tres supuestos de esa norma. Además se plantea que cada aborto por riesgo para la madre sea acreditado por dos médicos ajenos al centro que practica el aborto, cuando con la ley de Felipe González era un único profesional, normalmente el de la clínica, el que certificaba el riesgo. Lo del riesgo psicológico era un coladero, sí. Todo el mundo lo sabía. Aznar no lo modificó en ocho años de Gobierno. ¿Cómo discutir que enfrentarse a una maternidad indeseada implica un problema psicológico?

4. La ley de 1985 funcionaba bien. Dudoso. Funcionaba en el sentido de que hacía posible, gracias al coladero citado, que se practicaran los abortos por el cauce legal. El detonante de la reforma de 2010 fue la constatación de que la norma anterior no resolvía la inseguridad jurídica, como se demostró cuando una unidad de la la Guardia Civil citó a declarar a decenas de mujeres que habían abortado en la clínica Isadora, en un caso que el juez archivó tachándolo de montaje. Por otro lado, un reportaje de una televisión danesa desveló que una clínica de Barcelona atraía a personas de toda Europa para abortar fuera del límite de 22 semanas. Este caso sí llegó a juicio pero los delitos no pudieron probarse y acabó en absolución. En todo caso influyó en la decisión de fijar plazos más estrictos.

5. Son las personas más incultas las que abortan. Lo dijo Escudero de forma rotunda y nada elegante, pero ningún dato lo constata. Las estadísticas del Ministerio de Sanidad indican que abortan mujeres de todas las edades, niveles de formación y perfiles socioeconómicos. Solo un 2,3% de los abortos corresponden a mujeres sin estudios; un 11% son de universitarias. Tampoco es demostrable con las cifras que el número de abortos sea más elevado en las clases más desfavorecidas, lo que no sería difícil de explicar en su contexto social. El dato que sí es constatable es que las inmigrantes recurren al aborto más que las españolas: un 40% de los abortos son de extranjeras, una proporción muy superior a su peso en la población.

6. El aborto lo deben decidir los médicos de la sanidad pública. Complicado. El empeño de Gallardón por asegurar que todo aborto responde a un criterio médico es uno de los asuntos más conflictivos de la reforma. ¿Está el sistema sanitario público preparado para participar, con un diagnóstico previo por partida doble, en decenas de miles de intervenciones cada año? En la sanidad está extendida una especie de objeción de conciencia tácita, que ha desviado casi todos los abortos al sector privado, aunque no se dispone de un registro general de objetores, así que se desconoce cuántos aceptarían participar en ellos. El asunto de fondo es que esta reforma trasladaría la responsabilidad final, la decisión última, de la mujer a su médico. ¿O tendría una mujer que peregrinar de doctor en doctor hasta que alguno avale lo que está decidida a hacer en cualquier caso? Sin duda lo encontraría.

7. Las mujeres no irán a la cárcel con la nueva ley. El ministro de Justicia lo afirma con grandilocuencia. Lo cierto es que las mujeres que abortan no iban a la cárcel con la ley de 1985 ni pueden ir con la de 2010, así que no se ve la novedad. La ley vigente sólo prevé multas para la mujer por aborto ilegal, no así para el médico. Incluso con una ley más dura puede ocurrir que no vayan a la cárcel si no tienen antecedentes, porque la condena máxima sea inferior a dos años de prisión, lo que no evita que se enfrenten a un proceso penal. Eso se quería evitar con la ley de 2010. Porque no beneficia a nadie ni repara nada: a un trauma añade otro.


Lince aborto
Folleto de una campaña de la Conferencia Episcopal Española en 2009.
8. Se protege más la vida animal que la del embrión humano. Lo dijo esta semana en Twitter Beatriz Escudero (refiriéndose al cefalópodo) y hace unos años lo decía la Conferencia Episcopal, con aquella campaña del lince que estaba más protegido que un niño talludito. Proteger el medio ambiente y la vida animal, en especial de especies amenazadas, es algo propio de países avanzados. Regular el aborto para que el fenómeno se encauce por vías legales también lo es. El lince ibérico es una especie autóctona, una riqueza de nuestro ecosistema, que gracias a los esfuerzos científicos se está salvando de la extinción. En los restaurantes se fríen cefalópodos (calamares, pulpo, sepia) todos los días y se sirven en un plato a quien quiera comérselos. ¿Qué demonios tiene eso que ver con que haya mujeres que se enfrentan a un embarazo indeseado?

9. ETA y el aborto tienen poco que ver, algo sí, pero no demasiado. Supongo que lo que quiso decir Fernández Díaz es que ambos fenómenos causan muertes de personas. La afirmación es muy propia de ese discurso político que detesta los matices y adora los mensajes simples. Y entonces todo es lo mismo: los nazis que los escraches; los terroristas que su víctima Eduardo Madina; Hitler y Stalin que Artur Mas. Con esa visión es el mismo pecado cortar un embarazo que poner un coche-bomba. Coherente con lo que se oye.
10. Existe una violencia estructural que empuja a las mujeres a abortar. Otro argumento de Gallardón necesitado de más explicaciones. Si quiere decir que las mujeres deciden sobre su embarazo coaccionadas, tendría que detallar por quién. Si lo que afirma es que hay circunstancias que presionan a favor del aborto se nos ocurren muchas: paro, precariedad laboral, falta de acceso a la vivienda, recorte de ayudas sociales de todo tipo, despidos fáciles, empobrecimiento, impago escandaloso a cuidadores de dependientes... Ninguna de esas variables ha ido a mejor con el Gobierno de Rajoy.
11. El número de abortos es muy elevado en España. Esto sí es cierto. 118.359 abortos en 2011 no son una cifra menor (María R. Sahuquillo detalla los datos en este artículo). Era igualmente elevada antes de entrar en vigor la ley de plazos, y son factores demográficos (mujeres en edad fértil) y socioeconómicos (migraciones, crisis) los que explican mejor las variaciones anuales. Estamos en torno a 10 abortos al año por cada 1.000 mujeres, cifra que se sitúa en la media europea según un estudio de 2011 de la revista internacional de ginecología BJOG. Países con leyes flexibles para el aborto como Holanda están muy por debajo de las tasas españolas, en 7 por 1.000; los países de Europa del Este tienen los registros más altos de la Unión. Cifras abultadas en cualquier caso.
Si queremos reducir ese número de abortos, y creo que muchos apoyamos ese objetivo, ¿qué debemos hacer? ¿Reformar la legislación penal? ¿O apoyar de verdad la maternidad? ¡Si están desmantelando los servicios sociales! ¿Mejorar la educación sexual, educar en valores? ¡Si lo consideran adoctrinamiento! Quien espere resolver este problema llamando a la castidad no sabe en qué mundo vive. Y el que crea que el BOE persuadirá a muchas de abortar equivoca el tiro. ¿Están (estamos) contra el aborto? Promovamos un sexo responsable sin puritanismos. Y hagamos más fácil la vida de quien elige tener un hijo.

Por: Ricardo de Querol | 10 de mayo de 2013