19 jul 2016

Cuando éramos idiotas


“Esa idiotez que decíamos cuando éramos
de extrema izquierda de que las cosas se cambian
en la calle y no en las instituciones es mentira”.
Pablo Iglesias

Cuando éramos idiotas creíamos en la posibilidad de cambiar la sociedad para hacerla mas justa, más democrática. Pensábamos que no bastaba con lavarle la cara a la realidad. Creíamos también que los representantes políticos no nos representaban y que tampoco tenían por qué representarnos. Creíamos que la participación directa de la gente, organizada, era imprescindible. Que éramos mayores de edad para decidir acerca de nuestro destino. Sabíamos que ninguno de los derechos sociales, laborales o culturales conquistados en el pasado fueron concesiones voluntarias del poder. Que hubo que arrebatárselos luchando en la calle, que costó miles de vidas, de humillaciones, de cárcel, de marginación, de vidas entregadas a esas causas justas. Pensábamos, cuando éramos idiotas, que jamás se lograron cosas a nuestro favor desde las instituciones del poder. Que había que sostener las demandas desde la calle, precisamente. Creíamos que los que mandan debían obedecernos y no decidir por nosotros.

Cuando éramos idiotas creíamos que todos los luchadores que dieron sus vidas, para mejorar la sociedad no eran idiotas. Al contrario, estábamos convencidos de que marcaron el camino a seguir, que fueron ejemplos de dignidad. En esos momentos de idiotez nos ubicábamos en la izquierda y la clase dominante era la derecha. Ahora, gracias a Laclau, sabemos que los significantes que significan los significados vacíos no son significativos y que, por lo tanto, no hay más clases sociales. Clarito, ¿no? Ahora están los de arriba y los de abajo. Todos juntos, como en el tango Cambalache, ya que hablamos de Laclau. Había que ser muy idiota para no entenderlo.

Lo que no sabíamos cuando éramos tan idiotas es que integrábamos la extrema izquierda. O sea, una izquierda que no entendía el significado de los significantes. En aquellos tiempos lejanos, hace unos dos años más o menos, llamábamos a las cosas por su nombre. Al opresor le decíamos opresor, al capitalismo, capitalismo y hasta irresponsablemente queríamos una sociedad socialista. Al menos ese era el objetivo, aunque sabíamos que “la lucha es cruel y es mucha”, al decir de Discépolo. Éramos tan idiotas que ni pensábamos en la socialdemocracia y menos que Marx había sido socialdemócrata como Felipe González, por ejemplo.

Pero, si 20 años no es nada, como decía Gardel -para no olvidarnos de Laclau-, 2 años es el tiempo suficiente para dejar de ser idiota. Apareció Podemos en el horizonte del 15M generando una nueva ilusión de cambio y poco a poco fuimos dejando idioteces por el camino. Abandonamos teorías descabelladas, como las elaboradas por Marx y Engels, y nos abrazamos a Laclau para significarnos. Una vez significados, nos dimos cuenta de que el tema de conquistar el cielo, en realidad, quería significar que era mucho mejor pedir permiso para acomodarnos en lo posible, en lo terrenal. Que teníamos que dejarnos de aventuras utópicas que jamás nos llevarían a saludar a Obama. Y menos a convertirnos en el ejército regular del sistema y despreciar, como debe ser, la fantasía partisana propia de aquellos tiempos idiotas.

Hasta nos avergonzamos de viejas tertulias donde combatíamos a lengua partida a los tertulianos de arriba. Era para provocarlos que nos autodenominábamos comunistas, ¡faltaría más! Ellos, que entendían la broma, nos seguían el juego para que todos, finalmente, creyéramos que esa parodia de debate era real. Además, como dijo Don Pablo -que me parece que así hay que nombrarlo desde ahora para tener presente su presente señorial de general del ejército regular-, ya aclaró que comunista es uno de joven. Mejor aún, de joven idiota de extrema izquierda. Y que esa especie de desliz juvenil se cura cuando uno ya es un adulto que pretende gobernar desde el sistema. Integrado plenamente en el sistema que aquellas locuras juveniles querían, irresponsablemente, cambiar. Que no hay mejor cambio que cambiar algo para que nada cambie, sin abusar por supuesto.

En fin, que, gracias a Podemos, dejamos de ser idiotas. Dejamos de ser de izquierda. Dejamos de ser jóvenes. Dejamos de ser utópicos. Dejamos de ser.


Por Ángel Cappa
14-07-2016
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4 jul 2016

España ha votado corrupción, desigualdad y autoritarismo

Desde que a última hora de la noche del pasado domingo supimos que los resultados electorales no habían hecho caso alguno a las encuestas, sobre todo en lo que tocaba a Unidos-Podemos y al Partido Popular, a los otros los clavaron, se vienen sucediendo análisis que tratan de explicar con diversos argumentos por qué empresas dedicadas a adivinar científicamente lo que sucederá en los comicios, han errado de manera tan brutal como poco explicable. No son nuevos los errores de las demoscópicas, lo que si resulta novedoso y extraño –porque hay instrumentos sociológicos para corregir la probable mentira de un sector de los encuestados- es que el yerro supere el veinticinco por ciento en el caso de la formación Unidos-Podemos. Esa es una novedad mundial, una nueva aportación de España al campo de la sociología, la psiquiatría clínica y la alcornocología –ciencia desgraciadamente olvidada en nuestro país- que tendrá que ser estudiada con especial interés por los sabios de cada una de esas disciplinas si queremos saber por qué lo que es no es y lo que no es, es. De modo que quienes se dedican a las prospecciones de opinión son capaces de afirmar con toda seguridad que la próxima salida al mercado del yogur de apio con semillas de nabo y aire de linimento será un éxito absoluto, y aciertan, y son incapaces, pese a lo que cobran y a los medios de que disponen, de aproximarse con un mínimo de credibilidad a lo que votarán los expañoles en un momento dado. O han puesto el mismo interés que yo cuando pinchan en la radio a Chiquetete, o nos han mentido con deliberación o no saben lo que hacen. De las tres opciones, de momento, me quedo con la segunda.

Sin embargo, hay una cuestión que podría explicar de forma sencilla el estrepitoso fracaso de las empresas de opinión y el solemne ridículo que ha hecho el país en su conjunto a la hora de depositar su fragmento de poder en las urnas. Lo que ha sucedido en España es absolutamente insólito, es cierto que hay un gravísimo corrimiento hacia la derecha en todos y cada uno de los países europeos, que la izquierda está atravesando por un periodo de confusión incomprensible ante las salvajes políticas derechistas que nos acosan, que la xenofobia, la insolidaridad, el racismo y el clasismo son los nuevos fantasmas que recorren Europa, pero no es menos cierto que en el resto de Europa los votantes castigan a los corruptos, a los prevaricadores, a los ladrones y a los malnacidos. Salvo el caso de Italia en el periodo de Berlusconi, no existe ningún otro país que haya votado de forma mayoritaria a un partido que ha protagonizado más casos de corrupción de los que mi memoria puede recordar ni a un Presidente que los ha comprendido y tolerado como algo natural. Hemos visto dimitir a un ministro por uso privado de un coche oficial en el Reino Unido, a varios ministros alemanes renunciar por haber sableado –cosa que parece bastante habitual allí- sus respectivas tesis doctorales, por mentir en el Parlamento, por diversos asuntos relacionados con la vida íntima, y todos, absolutamente todos, han desaparecido de la vida pública al poco de conocerse sus tropelías, tropelías de mucho menor calibre que las que aquí se suceden día tras día. Y es que ni las encuestadoras ni el personal con derecho a voto –al menos una parte importante del mismo- han tenido en cuenta un factor decisivo para que eso no suceda en nuestro país, para que un chorizo sea más apreciado cuando más sinvergüenza sea, para que un prevaricador, un estafador, un recalificador, un explotador, un mangante o un arruinador gocen del aprecio, el aplauso y el voto del público cuanto mayor sea el éxito en su vida criminal de guante blanco. Ese factor, ese imponderable, esa contingencia se llama burrería. No le den más vueltas, es indiferente si hubiese habido alteración de los resultados electorales en las altas instancias del poder, insignificante si la mitad de los votantes de Izquierda Unida, por eso tan español de “yonomeajunto”, hayan declinado acudir a las urnas, baladí que el conteo se haya hecho de forma más o menos rigurosa, el factor determinante es que el pueblo español viene siendo sometido desde mediados de los años noventa a un proceso de embrutecimiento tal que ha conseguido que una fracción del mismo sea incapaz ya de distinguir entre lo digno y lo indigno, lo decente y lo indecente, el bien y el mal.

Hay quienes achacan la remontada del Partido Popular al resultado del referéndum en Reino Unido, cuando eso aquí importa exactamente un pijo; hay quienes ponen el acento en la inseguridad, cuando aquí más de un tercio de la población no tiene trabajo, ni comida, ni techo ni seguridad de ningún tipo, ni siquiera esperanza, y hay, también los hay, que achacan el resultado a los cambios de estrategia de Unidos-Podemos o al grito que aseguraba “venían los comunistas”. Nada de eso ha influido en el resultado electoral, aquí no andamos con sutilezas ni otras suavidades, aquí lo decisivo fue la aparición de “Dj Pulpo con Soraya Sáenz de Santamaría en el mitin final de campaña del PP en la plaza de Colón de Madrid, aquí lo concluyente fue ver a Rajoy Brey comentado la alineación de la selección española de fútbol mientras viajaba en el AVE, aquí lo definitivo fue la hostia que el domingo le soltó Bárcenas a un ciudadano que lo llamó por su nombre. Entre nosotros –un país ineficiente como España entre dos guerras civiles, Gil de Biedma dixit- se valora y se envida al triunfador, y el triunfador no es el que trabaja hasta el agotamiento para sacar a los suyos adelante, ni el que se ha dejado los codos estudiando biología molecular o arte, ni el que se mata en un hospital público para que vivan quienes padecen enfermedad, no, aquí el que triunfa es el que compra la primitiva porque no tenemos sueños baratos, porque en los áticos hace aire y los deportivos descapotables hacen mucho ruido; aquí, para ser reconocido tienes haber pisoteado a tus semejantes, exponer sin remilgos toda la soberbia del mundo, dilapidar el dinero que no es tuyo porque es de todos, lucir Armani, Rolex y Mercedes serie alta y mostrarte campechano como el rey Juan Carlos llegada la ocasión electoral. El mangante es un triunfador, alguien a quien se envidia y se admira al mismo tiempo que se teme. No existe ningún rechazo –al menos no se ha visto en las calles como sus currículums demandan- contra la familia Pujol, ni contra Blesa, Camps, Fabra, Valcárcel, Castedo, Prenafeta, Granados y tantísimos otros que han hecho mangas y capirotes de la “Res Pública”, no existe la ira pública que sería normal ante tanto estrago y tanto desalmado, hay indolencia, hay fascinación, encandilamiento y asombro ante esos hombres y mujeres que han dado el salto a la fama y a la riqueza con malas artes, cosa a la que ha contribuido sobremanera la lentitud y laxitud de la justicia y los medios del petardeo que un día sí y otro también nos han contado los pesares de la Pantoja o los sufrimientos del pobre Fabra en la cárcel. Evidentemente tenemos un problema, la burrería conduce inexorablemente a la estupidez y en ese estado no existe la conciencia.

Por Pedro Luis Angosto
28-06-2016
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